miércoles, 20 de abril de 2011

1850. EL EXILIO EN CHILOE

Del libro "Fuego", primer capítulo.

1850. Diciembre.
El exilio chilote. 

            En la cárcel que compartíamos con Federico Errázuriz, el bueno de Lillo se da el tiempo para redactar una carta al intendente, donde le pide autorización para ir a su casa. Necesita arreglar sus asuntos, y a la vez solicita que en lugar de ser enviado a las provincias del sur, preferiría ser confinado en Copiapó.
            -A ver si me resulta- fue su pensamiento.
            Mal le fue a Eusebio en su solicitud, ya que pocos días más tarde viajábamos escoltados por la tropa hasta el puerto de Valparaíso, donde nos confinaban en las bodegas de la fragata Chile.
-Señores revolucionarios, presenten sus respetos al señor Intendente de Valparaíso-, ordena un irónico oficial de marina. En esos momentos aparece en cubierta Manuel Blanco Encalada, un personaje en que se mezclan la diplomacia, la caballerosidad y un quijotismo pasado de moda.
-Buenos días, caballeros. Me veo en la obligación de comprobar la exacta identificación de cada uno de ustedes, y lamento no poder ofrecerles mayores comodidades.

Dieciséis de los igualitarios presos, entre ellos Zapiola, Lillo y yo, junto a nuestros pobres y escasos equipajes, éramos trasladados ahora al bergantín Meteoro, sofocándonos en la más absoluta estrechez de sus bodegas.
Fue un viaje al destierro, interminable, donde solo el buen ánimo de algunos de nuestros compañeros nos permitió no sumirnos en la depresión. A comienzos de diciembre desembarcamos en el puerto de San Carlos de Ancud, capital de la provincia de Chiloé. No dejaron bajarse a nueve de nuestros amigos, entre los cuales se contaban Guerrero, Larrechea, Mellado y Aravena, los que continuarían destino a Valdivia.
El suave susurro del mar golpeando contra el roquerío, y la sensación de aislamiento total no mellan el carácter divertido de Zapiola, a quien esta nueva realidad le va a permitir, incluso, pensar en hacer algunas clases de música. Solo que frente a nosotros se alza la recia figura del intendente Ramón Lira, rodeado de las autoridades provinciales y una unidad militar que de inmediato procede a trasladarnos al barracón donde permaneceremos encerrados hasta conseguir cabalgaduras para enviar a un grupo a Castro, en el interior de la isla, y una embarcación para trasladar al resto hasta el puerto de Calbuco.
            -Quien dijera, señor Intendente. A mí, que no soy naturalista, ni geógrafo, marino, astrónomo ni ingeniero, me manda este gobierno a un lugar tan sorprendente.
            Lira, que no tiene el más mínimo sentido del humor, lo mira de arriba a bajo.
            -¿Cómo se llama usted?
            -José Zapiola.
            Ramón Lira revisa la lista que tiene en la mano, y busca el nombre.
            -Zapiola. Aquí aparece usted como miembro de ese club de revolucionarios de Santiago.
            -Y yo soy Eusebio Lillo, autor de la letra de la Canción Nacional  que seguramente usted entona para las Fiestas Patrias, señor Lira. Y mire lo que son las cosas; quien diría que una autoridad tan seria como usted llevaría un apellido tan musical.
            -Muy divertido, incluso insolente, señor.- El intendente desvía sus ojos hacia el bando que sostiene en sus manos. -Para callar su ironía, señor Lillo, usted aparece en esta lista ni más ni menos que como presidente del grupo número uno de la Sociedad de la Igualdad, foco revolucionario de la capital, ¿no es verdad?
            -Así es y no me arrepiento.
            -Yo soy músico-, tercia Zapiola. -Apuesto que usted ha cantado alguna vez el Himno de Yungay, que humildemente compuse para nuestro país.
            El intendente Lira no está dispuesto a seguir aceptando las burlas de Lillo y Zapiola. Y estalla la orden.
            -¡Guardias! ¡Llévense a estos tipos a la barraca, y mañana los manda a hacer música al pueblo de Castro!

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