miércoles, 20 de abril de 2011

1850. ASALTO A LA SOCIEDAD DE LA IGUALDAD

Del libro "Fuego", primer capítulo.

1850. 14 de agosto.
Cumpleaños de Eusebio Lillo

                En la mañana del 14 de agosto no reunimos en la cafetería. Los hombres llegaban con sus rostros semiocultos por los altos cuellos de sus abrigos y capas, ya sea para ocultarse de la vigilancia policial, como por el frío que helaba el ambiente. Luego de saludarlos me senté y guardé silencio. Era una reunión secreta en público. Reconozco que estaba nervioso.
            Eusebio Lillo fue el primero en hablar.
            -Gracias por venir, caballeros, pero la situación es extremadamente grave.
      -Perdone, Eusebio, pero sabemos que hoy es su cumpleaños. ¡Muchas felicidades!- le interrumpe Manuel Recabarren.
            -Gracias, mis amigos.
            -¿Se puede saber cuántos años son, si no es indiscreción?-, pregunta riendo Recabarren.
            -Veinticuatro, don Manuel.
            -Bien, entonces, un brindis por nuestro amigo.
            Manuel Recabarren, José Luís Claro, José Zapiola y todos los que nos encontrábamos en la cafetería, levantamos nuestras copas.   
            -Porque sean muchos más. ¡Salud!
            -¡Y muera Montt!- concluyó el sastre Rudecindo Rojas.
            Debo decir que nuestra alegría es tensa porque sabemos que el gobierno anda tras nuestros pasos. Luego del brindis, Eusebio Lillo deja su copa, y poniendo un rostro serio, baja la voz.
            -Me han informado que se está planificando un ataque a nuestra sede.
            La noticia no sorprende a Recabarren, pero sí a José Zapiola.
            -Y ¿quién te lo dijo?
            -Un cívico que me pidió reserva de su nombre.
            -¿Y, quién va a asaltar la sede?  ¿El gobierno? No creo.           
            -Vamos, señor Zapiola. Usted sabe que nuestros enemigos están dentro de la propia Sociedad. Piense que en menos de un mes han ingresado cientos de nuevos socios. ¡Ahí están los espías! ¡Ahí están los que nos van a atacar desde dentro!
            -¿Y tiene alguna idea de cómo enfrentar esta situación, Eusebio?
        -Redoblar la vigilancia, Manuel. Mantener en estado de alerta a todos los grupos de la Sociedad, hacer turnos, impedir el ingreso de nuevos socios y consolidar nuestros contactos con los cívicos que pertenecen a la Sociedad de la Igualdad. Por ese camino pienso que podemos armar un plan de defensa.
            -¿Tenemos armas?
            La pregunta de Manuel Recabarren sorprende a Eusebio Lillo, pero no deja de tener razón. La Sociedad nunca se ha planteado armar al pueblo, como ocurriera en la revolución de Paris de 1848. Solo se han contactado con algunos oficiales y comandantes de  batallones, pero no ha sido una tarea prioritaria. Una vez más, Manuel Recabarren tiene razón.
            -No, Manuel. No tenemos armas.
            -Don Eusebio, mire hacia allá.- Le digo, tras fijarme en un personaje que nos observa oculto tras las columnas del Portal de Sierrabella.
            - ¿A dónde quiere que mire, Vicente?
            -Ese hombre que nos vigila junto a la primera tienda del Portal.
            Escondido tras una de las columnas que sostienen el alto edificio, El Chanchero observa detenidamente a nuestro grupo, pero se siente descubierto y se aleja.
-¡Maldición, desapareció!
            -¿Y quién era, Vicente?
       -Me pareció ver a uno que echamos el otro día por espía. Se parecía al que llaman el Chanchero. Y me dio la impresión de estar vigilándonos.
            -Bien, sigamos con nuestro plan de defensa.

            Lo que el Chanchero no sabe es que dos sargentos del batallón de los cívicos le siguen permanentemente y, al verle salir de su punto de observación, lo interceptan.
            -A ver, a ver, hombre. A dónde cree que va.
            El Chanchero se siente perdido.
            -Pa’ ni’ un lado, señoritos.
            -¡Sargento de cívicos, pelafustán! Nada de “señorito” conmigo.
            -Sí, mi sargento.
         -¿Qué estabas haciendo? ¿A quién estabas espiando? Apuesto que te preparabas para robarle a alguno de esos caballeros cuando salgan del café.
            -¿Yo? Jamás, señor. Soy un hombre decente, y no porque lo vean mal vestido a uno…
            -¡Cállate, so’ rotoso!
Los dos sargentos se divierten por un rato. Tienen órdenes precisas de Tomás Concha de no perder de vista a Isidro Jara, y ahora se aprovechan por un momento del asustado personaje.
            -Lo que ustedes digan, patroncitos.
            -A otro con eso depatroncito”. Vamos al cuartel.
            -¡Pero, señor, si yo no he hecho nada!
            -Estabas espiando a los caballeros, ¿o no? Ya, moviéndose.
            -Le juro que no, señor.
            Pero el Chanchero no es tonto y le llama la atención tanto diálogo. Los policías son de pocas palabras y palos al instante. Y estos dos hablan mucho; será mejor mantener la actitud humilde.
           
            En menos de un par de minutos, Isidro Jara era dejado tras los barrotes del cuartel, mientras los dos sargentos se alejaban dando grandes risotadas.
            -Malditos. Ya los voy a agarrar…
            -¿Qué dijiste, mal nacido?
            Jara se siente helado al escuchar el timbre metálico de la voz del capitán Concha, quien sale de la sombra del cuarto enrejado y se planta frente al asustado Jara.
            -¡Qué fácil de agarrar, eh!
            -Soy yo el que me dejé…
       -¡Cállate, imbécil! Con torpes como tú jamás podremos terminar con la Sociedad de la Igualdad.
            Este capitán es más peligroso que los dos sargentos, y Jara lo sabe.
            -¡Ábreme la reja!- grita al carcelero.
            -Voy, mi capitán.
            Mientras el cívico descorre los cerrojos, Concha empuja al Chanchero hasta su oficina, y luego de cerciorarse que nadie escucha, se le acerca amenazante.
            -A las seis de la tarde del próximo día 19 de agosto te quiero con tus garroteros entrando a palos al local de estos revoltosos. ¿De cuántos hombres dispones?
            -De unos veinte, y de los más duros.
           -Veamos si es cierto, porque si no es así, amigo mío, esta cárcel va a ser tu casa por un buen tiempo.


1850. 19 de  agosto.
Asalto al local de la Sociedad de la Igualdad.
               
Llegué un poco atrasado a la reunión de mi grupo de la sociedad. Presidía el director de turno Francisco Prado Aldunate, quien intentaba sobreponerse ante un bullicio ensordecedor. Eran más de trescientos los igualitarios que luchaban por ponerse de acuerdo sobre la tabla de la sesión. Preferí pasar a un salón adyacente, que sirve de directorio, donde me encontré con Bilbao, Arcos, Lillo y otros cabecillas, que discutían los pasos a seguir. Pero el ruido era tremendo, y la reunión se prolongaba eternamente por las repetidas interrupciones de una masa que exigía dureza para enfrentar al gobierno, que gritaba contra la política liberticida de Manuel Montt y que descubría, cada cierto rato, a un espía del gobierno entre los asistentes, al que sacaban a golpes de pies y puños, para finalmente verlo salir rodando hasta la calle.
            Los Girondinos habían revivido en pleno centro de la capital de Chile, y la calle de San Antonio era ya la tribuna pública para los discursos y enfrentamientos violentos.
           
Isidro Jara espera a la veintena de garroteros, pero solo llegan diez.
-¿Y los demás?- pregunta al cabecilla del grupo.
-Vaya uno a saber.
            Furioso con la falta de lealtad hacia su proyecto, prefiere dirigirse con sus garroteros a la Plaza de Armas y esperar noticias. La sesión que dirige Prado Aldunate se prolonga en exceso, y ya son las diez de la noche, cuando el vigía mandado por Jara hasta calle San Antonio le informa que los igualitarios se están retirando.
            -Ya era hora. Vamos.
        Avanzando lentamente, con las varillas de membrillo y los garrotes disimulados bajo los ponchos, la pandilla llega hasta las puertas el amplio local.
Jara calcula que ya han salido los últimos y da la orden de ataque.
           
            Al igual que una jauría de perros rabiosos, el grupo de garroteros entró a nuestro edificio golpeando al que se le ponía por delante, atacando a un grupo que conversaba en torno a una de las grandes mesas de reunión.
            Lo que Jara no sabía era que en el interior aún quedábamos más de treinta igualitarios, entre estos el propio Francisco Bilbao. En medio de una confusión total nos defendimos a puños y silletazos. Nuestros gritos se escucharon en la calle y a su sonido comenzaron a regresar, a toda carrera, los miembros de la Sociedad que aun permanecían fuera. Las escasas velas encendidas cayeron con la lucha  dejando el local en tinieblas, y la confusión nos invadió a todos, pero al parecer nuestra rabia y el mayor número de defensores, hizo perder terreno a los asaltantes.
            -¡A la calle! – gritó alguien, que después supe era el mismísimo  Isidro Jara.
            Lo que no imaginábamos era que una patrulla de policía armada montaba guardia en esos momentos en la esquina cercana al local. Y los gritos y el desorden originados por la batahola fueron como una orden para que el teniente Ramón Lemus lanzara a sus policías al ataque, sable en mano. Vi caer a Bilbao, y yo recibí un violento golpe en el brazo derecho.
            Lemus, al igual que el resto de la policía y de las autoridades, desconocía el plan fraguado por el capitán Concha y el Chanchero, y penetró con su tropa al edificio en momentos en que, en medio de la oscuridad, los asaltantes intentaban salir, recibiendo de lleno los mandobles que lanzaban los policías.



            Cuando la tranquilidad volvió al lugar y pudimos encender los velones de sebo, descubrimos un cuadro desolador. Francisco Bilbao tenía heridas cortantes en una mano y en el rostro. El diputado Vial se quejaba de algunas contusiones en las costillas, y algunos igualitarios mostraban claras huellas de la golpiza. Sin embargo, le había ido peor a algunos garroteros que yacían en el suelo tumbados a sablazos, entre ellos el propio “Chanchero”, con una herida cortante en la cara.
            -¿Me permite su nombre, señor…?- Bilbao pasaba de revolucionario a aristócrata, levantando su alta y delgada figura frente al oficial que, sorprendido por la caballerosidad del herido, responde.
            -Ramón Lemus, teniente Ramón Lemus.
            -Yo soy Francisco Bilbao, y ésta es mi casa. Pero no voy a entablar demanda a estos asesinos. Prefiero dejarlos en sus manos, teniente, como un simple caso policial y no político. ¿Está usted de acuerdo?
            -Me parece bien, señor. Con su permiso.
            En esos momentos llegaban José Luis Claro y Manuel Recabarren, los que  preguntaban ansiosos por nuestra salud.
            Ante nuestra sorpresa, Lemus  formó a su patrulla y dio la orden de marcha a la columna de quejumbrosos detenidos en la que se mezclaban por igual garroteros e igualitarios. Los acompañamos lentamente hasta las dependencias del cuartel de serenos ubicado a las espaldas de la antigua casa de gobierno, en calle de Santo Domingo y del Puente.
            Y tal como lo había prometido el capitán Concha, el Chanchero terminó encerrado en la cárcel.


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