miércoles, 27 de julio de 2011

Los primeros incendios.

1864.

 Durante los primeros tres meses de este año hemos combinado ejercicios y alarmas. Al comienzo era difícil saber dónde se había producido un incendio, ya que los serenos, que aún quedan algunos, partían al cuartel general de calle Santo Domingo, y avisaban la dirección y, al mismo tiempo, corrían a la catedral para que dieran la alarma con sus campanas. Así ocurrió en nuestro primer incendio, el 31 de marzo, en casa de doña María Larraín, en calle Ahumada. Llegaron las dos compañías francesas, que estaban muy cerca, y pocos minutos después el resto de las compañías. No fue necesaria nuestra intervención, pero llegó hasta el lugar un grupo numeroso de voluntarios.
            La ciudad comenzaba a probarnos, de a poco, como ocurrió al día siguiente 1° de abril, en el taller de encuadernación del señor Ruiz Tagle. Armamos la pequeña bomba a palancas en una acequia de calle del Estado y dimos agua prontamente, sofocando el comienzo de incendio en pocos minutos.
            La alegría que generaba en nosotros el trabajo de incendios era absolutamente nueva. Contemplar cómo las llamas eran ahogadas por el agua de nuestros pitones nos entregaba una sensación de poder superior. Nuestra existencia adquiría un nuevo sentido, solidario y eficiente.
            Después fue un incendio de medianas proporciones en las cocinas del convento de las Monjas Agustinas, donde la inflamación de la chimenea tomó parte de los techos, obligándonos a un trabajo peligroso arriba de las escalas. Fue el incendio más complejo al que asistí. Y debo decir que los oficiales de las compañías actuaban como verdaderos capitanes de guerra, distribuyendo al personal, supervisando el trabajo de los bomberos y aprovechando el momento para perfeccionar la instrucción. Cómo graficar la sensación de quedar enteramente mojado y hediondo a humo, con el agua entrando por el cuello de la camisa, con las manos cubiertas de carbones, y casi extenuados al terminar las labores de extinción, pero, con una alegría inexplicable luego de derrotar al fuego.

            Las llamas me asustan, porque tiene vida propia, y cuando logramos controlarlas en un punto aparecen de inmediato en otro, burlándose de nosotros mientras van destruyéndolo todo en su avance. Me asusta, reconozco, pero venzo el temor cuando lanzo los potentes chorros de los pitones y le doy de lleno en el cuerpo. Su venganza es ahogarnos con un humo espeso, asfixiante. Son momentos de angustia, de muerte por falta de aire, de deseos de arrancar hacia la calle, pero algo nos obliga a permanecer envueltos en esa masa gris, hasta vencer el miedo.
            Lo más sabroso es cuando regresamos al cuartel. Todos hablan como si cada uno de ellos hubiese apagado él solo las llamas. Y los miro como héroes valientes, todos tiznados pero sonrientes. Deben tener la misma sensación que yo, al superar el miedo y sentirse dioses triunfadores.

2 comentarios:

  1. ¿Quién firma ese texto? Es hermoso...

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  2. Me encantó, papá. Cada día escribes mejor. Con más sentimientos, mostrándonos los mundos internos de tus personajes. Ése es el encanto, al fin. Te quiero.

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