sábado, 1 de octubre de 2011

Los mártires de Rancagua.

A las 10 de la mañana del día sábado 1 de octubre de 1814 las unidades realistas esperaban la orden de atacar las trincheras patriotas. Solo cuatro calles conducían a la plaza de armas, donde se agitaban  mil quinientos defensores, encerrados tras las trincheras improvisadas en las cuatro salidas de la plaza. De los cinco mil soldados del ejército realista, sobre dos mil completaban el cerco.
Fue un combate sin tregua, horroroso, donde los cañones enrojecían por los disparos sin descanso, que se prolongaron el sábado 1° y el domingo 2 de octubre. Siete veces intentaron romper las defensas los atacantes del Rey, y siete veces fueron rechazados, pero a un alto costo humano para ambos bandos. Cerca de las cuatro de la tarde de ese domingo, la masacre hace imposible mantener la defensa y O’Higgins, sable en mano ordena la salida de sus escasas tropas montadas en caballos y mulas.

Todos conocemos ese pasaje histórico, con O’Higgins montado guiando a sus soldados que se abren paso entre las bayonetas españolas. Pero pocas veces hemos pensado en lo que ocurrió en la plaza de Rancagua después que los heroicos centauros lograron atravesar el cerco de fuego.
En el interior de la plaza el combate se hace más encarnizado. Los realistas invaden el lugar por sus cuatro costados exigiendo rendición incondicional. Los Talaveras avanzan por la destrozada calle de San Francisco y alcanzan el centro clavando sus banderas. Pero los tiros aislados de los últimos defensores hablan de la tenaz resistencia. Arrastrándose, el ensangrentado capitán Millán logra asilarse en el templo, donde será hecho prisionero. Casi formando un cuadro, los últimos defensores resisten. El joven penquista José Ignacio Ibieta y Benavente, sin piernas por los disparos del cañón enemigo, resiste hasta caer exánime. Frente a la entrada de la calle San Francisco, el teniente José Luis Ovalle mantiene en alto la bandera chilena, con sus ensangrentados colores azul, blanco y amarillo, mientras con su diestra hace molinetes con el sable; pero es acribillado a quemarropa. De inmediato, el teniente José María Yáñez, quien ha sido el acompañante de Ovalle, toma en sus manos la bandera antes que caiga al barro. Pero es destrozado por balas y bayonetas.

Más allá, en la calle de la Merced, el teniente coronel Bernardo de las Cuevas se defiende a sablazos. Golpeado una y cien veces, cae. Confundido con O’Higgins por su gran parecido físico, es fusilado en el acto. La resistencia se va debilitando, los disparos son aislados y los gritos de dolor son el coro que envuelve la plaza destrozada.
Pero faltaba el último acto de la barbarie.

Una casona convertida en hospital para el combate, cobija a los soldados heridos, a las mujeres, niños y ancianos. Hasta ese punto son arrastrados por los triunfadores los heridos que cubren las calles. Los encierran y prenden fuego por los cuatro costados de la casona. Las manos se crispan en las rejas mientras el humo y las llamas invaden el recinto. Los gritos se escuchan a cuadras de distancia, hasta que el silencio, como un bálsamo, cubre el lugar.
Días después, las rejas son sacadas de la construcción con las manos de las víctimas aún aferradas a los ahora tibios fierros, y exhibidas en medio de la plaza como advertencia que no habría cuartel contra los que resistieran el poder del rey.

Un episodio silencioso y olvidado, que valía la pena recordar en un aniversario más del desastre de Rancagua.


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