Cuando el joven gobernador don García Hurtado de Mendoza llegó a Chile (1557), venía acompañado de un séquito impresionante: brillantes armaduras con cascos emplumados, elegantes damas, cañones, sacerdotes y poetas. Y entre estos últimos, don Alonso de Ercilla.
Hurtado de Mendoza y Ercilla se habían conocido en la nave que traía desde España al nuevo gobernador de Chile, Jerónimo de Alderete. Pero éste falleció en el viaje, mientras en Chile se disputaban la sucesión del fallecido gobernador Pedro de Valdivia dos bravos guerreros: Francisco de Aguirre y Francisco de Villagra.
Al llegar a Lima, el virrey de Perú era ni más ni menso que su padre, quien lo manda a la Araucanía a resolver el problema de sucesión, designándole nuevo gobernador de Chile.
No vamos a detenernos en los detalles de su llegada, ni cómo encerró en una nave a los dos aspirantes, ni que se instaló en el sur, no visitando ni un solo día la ciudad de Santiago.
Lo que sí vamos a recordar fue un hecho importante de esos días, que casi nos deja sin el autor de “La Araucana”. La noticia de la reclusión del rey Carlos V en un monasterio y la ascensión de un nuevo rey de España, don Felipe II, tardó más de dos años en conocerse en esta alejada colonia, enterándose don García en su campamento en Valdivia.
García Hurtado de Mendoza decide celebrar con juegos y torneos tan augusta noticia. Pero en momentos en que la elegante comitiva se dirige a la plaza de armas, un tal Juan Pineda atropella con su caballo a don Alonso de Ercilla, quien cabalga al costado de García Hurtado. El poeta reacciona indignado, echando mano a su espada toledana. Pineda hace lo mismo, pero el gobernador, de solo 22 soberbios años, los manda detener y a ser ahorcados a la mañana siguiente.
Cuentan las historias que los amigos de los sentenciados le envían al gobernador un grupo de muchachas indígenas, con la misión de divertir al autoritario Hurtado de Mendoza y obtener el perdón de los dos condenados.
Nadie sabe qué ocurrió, aunque muchos lo imaginan, pero la diversión ablandó por un instante el duro corazón del militar, logrando así el ansiado perdón.
Nunca imaginaron esas jóvenes muchachas que su heroico acto permitió salvar la vida a una de las figuras cumbres de la literatura universal, don Alonso de Ercilla y Zúñiga, el inventor de nuestra fama, y que asombró al mundo con su “Chile, fértil provincia y señalada…”
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