martes, 28 de junio de 2011

El incendio del Portal de Sierra Bella

1869. 1 de junio
Incendio del Portal de Sierra Bella.

            Ese primer día del junio se inauguraban las sesiones ordinarias del Congreso Nacional, y los debates de esa jornada política eran el tema de conversación en los cafés capitalinos porque, cual más cual menos, los oradores del parlamento eran diestros maestros en el uso de la palabra y todo el mundo opinaba respecto a lo que habían dicho. Y esa jornada había contado con el discurso presidencial de José Joaquín Pérez quien, tras ocho años de gobierno, a decir verdad, ya no entusiasmaba a nadie.
            Además, estaba el tema del alcantarillado, con las más modernas y amplias técnicas para delinear, nivelar y abovedar las acequias de Santiago, obras iniciadas hacia poco tiempo, y que habíamos inaugurado solemnemente el año anterior. Tanto trabajo tenían a la ciudad conmocionada por las calles rotas y con las incomodidades de un tránsito bloqueado en importantes extensiones. Al menos, dentro de poco se podría contar con una higiénica red de agua potable, de alcantarillado y de los necesarios grifos para el trabajo de incendios.
            Pero, esa noche, ocurrió algo que voy a tratar de relatar a partir de las informaciones y antecedentes que recogí.
            Esta es, más o menos, la historia.

            Aprovechando que no llovía y que la atmósfera estaba transparente, don Marcos Ortiz, dueño de una de las tiendas del gran Portal de Sierra Bella, había salido a caminar por la Plaza de Armas. Le inquieta ver el lugar tan destruido por los trabajos de alcantarillado, especialmente sabiendo que ha sido cortado el suministro de agua en el centro. También sabe que el edificio donde ha instalado su local se había quemado en parte en 1848, y las transformaciones realizadas no necesariamente habían significado una mejoría en su seguridad. Pero, el Portal de Sierra Bella era el lugar más importante de la capital, un punto seguro para vender y los riesgos a veces se sienten menos cuando las ganancias son rápidas.
            Una descuidada mirada hacia la Sastrería Europea y una pequeña nube de humo le llama la atención. La indiferencia de hace unos instantes se convertía en pánico.
-¡Humo!
Casi corriendo llegaba hasta el lugar y a través de las rendijas de las puertas ve que el interior del local arde completamente. Y si hay fuego en esa tienda, puede haber fuego extendiéndose por todo el edificio. Y a gritos se dirige hacia el cuartel de bombas de calle Santo Domingo.
Al mirar hacia atrás, ve cómo surge una columna gigantesca de fuego que estalla por los mil espacios abiertos del gran edificio. El fuego inunda la construcción en segundos.

            -¡Incendio!- grita por su parte el policía de turno esa noche en la plaza de armas, y como lo permiten sus piernas, corre también hasta el cuartel general de bomberos, a doscientos metros hacia el norte de la plaza y  despierta al cuartelero general.
            -¡Fuego en el portal de Sierra Bella!
            Manuel Ortiz ha llegado también al cuartel y pide ayuda a gritos.
            El cuartelero general no necesita ratificar la información. El cielo sobre la Plaza de Armas es del color del infierno. Dándose impulso y a largas zancadas, cruza los salones del segundo piso y sube a la torre construida por Fermín Vivaceta. Puede sentir el calor en el rostro, mientras se aferra al grueso cordel que acciona la paila, la campana de alarmas. Desde la altura privilegiada de la torre de los bomberos puede ver el portal de Sierra Bella coronado por el fuego, mientras millones de chispas surgidas de la inmensa columna de humo naranja se desprenden buscando un punto donde dar origen a un nuevo incendio.

-¡Incendio, Manuel!
Despertado por su esposa, el vicecomandante del cuerpo de bomberos, Manuel Domínguez, salta de la cama y se coloca lo más rápido que puede el uniforme de bombero, con su larga levita negra de miembro del directorio. La ciudad no es tan extensa como para demorar en el trayecto entre la casa de Domínguez, en pleno sector de San Lázaro, hasta alcanzar a la plaza de armas, convertida en una antorcha que ilumina a gran parte del centro. Manuel Domínguez se detiene, asombrado, al llegar a la primera cuadra de calle de Ahumada. Seis años atrás, una hoguera parecida a esta había causado dos mil víctimas en el templo de la Compañía de Jesús, y desde entonces,  no se había visto una masa de fuego tan grande como ahora. Domínguez apresuró el paso. Al enfrentar la plaza se une al comandante del cuerpo Augusto Raymond, quien ya está rodeado por los secretarios de las compañías que sirven de oficiales de enlace; ahí están también los cornetas de órdenes y el estandarte que marca la ubicación del comandante de los bomberos.
La varonil estampa del oficial de origen francés domina el escenario iluminado por el fuego gigantesco. 
-Buenas noches, comandante.
-Buenas noches, señor Domínguez. Le ruego que se haga cargo del trabajo del sector oriente del edificio.
-De inmediato, comandante.
-Ah, Manuel. ¡Y vea si consigue una maldita gota de agua!
Manuel Domínguez recién se da cuenta que los bomberos han trepado por las largas escalas hasta el techo, ventanas y arcos del gran edificio que cubre toda la cuadra y gritan desesperados por la falta de agua. Las acequias están cortadas, la plaza está llena de hoyos por los trabajos del alcantarillado y simplemente el centro de Santiago no tiene agua. Y la hoguera crece a cada momento que pasa.
Yo había llegado a los pocos minutos y subí  por la larga escala que ha instalado la 1ª de Hachas, llevando el pitón fuertemente sujeto en mis manos. Tomé colocación en una de las ventanas de calle Ahumada. Un metro más abajo, mi compañero Ernesto Richard sostiene la pesada manguera. Ambos miramos con angustia hacia la calle, donde el teniente Munita nos hace el gesto de esperar. No hay agua.
Como verdaderas fieras, los capitanes de las compañías buscan las cañerías, las acequias más cercanas, y el poco caudal que entregan los pilones de la plaza no son suficientes para el trabajo de la bombas a vapor, de palancas y bombines. El caos es horroroso mientras la amplia explanada se va llenando de un público aterrorizado y embelesado que contempla la inmensa hoguera.
-Capitán Germain. Por aquí debe pasar la cañería de agua potable. Traiga apoyo de los de hachas y abra el suelo- indica el vicecomandante Domínguez, parado sobre un leve montículo de tierra.
El capitán de la Pompe France, Cesar Germain, da rápidas instrucciones a su lieutenant Gorlier y al sous-lieutenant Guérin, para dar cumplimiento a las órdenes del vicecomandante. Y en pocos minutos los bomberos, apoyados por los zapadores de la 2ª de Hachas, comienzan el trabajo urgente de abrir el suelo del gran terraplén y alcanzar el punto donde se extiende la amplia tubería en construcción. Bomberos de las otras compañías se unen a la titánica tarea hasta que finalmente, con gritos que anuncian victoria, surgen desde el suelo excavado las bóvedas y tubos que, a golpes de hacha, hacen saltar su poderoso caudal oculto. En uno de los pozos abiertos, y con el agua hasta la cintura, el teniente Tenderini de los Salvadores y Guardias de Propiedad sonríe entusiasta y palmotea el hombro de un muchacho ingresado el año anterior y que ya es secretario de la compañía.
-Bien hecho, joven Pedro Montt.
El italiano había ganado otra batalla en su vida.

Ahora, con agua en los pitones, el trabajo de las compañías puede comenzar en forma normal, solo que el fuego, libre de resistencias, ha coronado completamente el edificio desde la Calle Ahumada hasta la del Estado y sin obstáculos avanza hacia el sur para alcanzar la galería Bulnes, lo que convertiría toda la manzana en una hoguera incontrolable.
El fuego me da miedo. Es una sensación que me envuelve cuando lo veo crecer y destruirlo todo. Temo morir quemado. Y esa sensación me acompaña siempre durante los primeros minutos, cuando me siento débil frente a su grandiosidad, hasta que logro pensar en que yo seré el vencedor.
Richard y yo nos instalamos en el balcón y afirmándonos contra el marco de la ventana, sujetando el poderoso pitón. Ahora sí. El chorro penetra con fuerza en medio de la masa naranja y, a pesar del humo que sale a borbotones por el reducido espacio abierto, sonreímos alegres. ¡Ahora sí!
-La palancas ya está funcionando – grita Cirilo Cádiz, teniente 2º de la bomba Poniente, nervioso ante la inmensidad del incendio y sabiendo que muchos de los locales son arrendados por voluntarios de su misma compañía, y que a esta hora de la madrugada ya lo han perdido todo. Germán Cádiz ve su local, la Mercería del Gallo, envuelta en llamas. El teniente 1º, Manuel Zamora, observa impotente las llamas que avanzan hasta su tienda por calle Ahumada. Una mezcla de servicio, duelo y angustia personal se vive en gran parte de los voluntarios que en esos instantes luchan rabiosos contra el fuego incontrolado.
Escucho al teniente Zamora preguntar a Munita.
-¿Quiénes están en esa escala?
-Richards y Marcoleta, teniente.
-Bien, que no hagan locuras, señor Munita.
Los pitones de la 2ª compañía de bombas barren los baratillos que arden en el gran pasillo que une las esquinas de Ahumada y Estado. Por Ahumada ha armado la 1ª de bombas,  la única compañía que en esos momentos cuenta con una máquina a vapor, la Ponkas, y su ensordecedor juego de pitos da aún más realce al constante movimientos de sus pistones y émbolos. Intenta contener la masa de fuego que avanza hacia el local del teniente tercerino Manuel Zamora. Por una de sus salidas, la bomba a vapor apoya a una línea de mangueras que alimenta a los nuevos bombines de la Pompe France, mientras la bomba a palancas de la 3ª ha  logrado establecer una barrera de agua que intenta cortar el avance del fuego hacia el pasaje Bulnes.
-¡Lo he perdido todo!
-¡No tengo seguros!
-¡Mis cosas!
-¡Tenia el dinero en las cajas del local!
La escena es terrible, personas desesperadas que en medio del gentío intentan acercarse al incendio; dueños de locales, arrendatarios, gente que todo lo ha perdido, se mezcla con un público ávido de sensaciones, del morbo que atrae más poderosamente de lo que la prudencia puede permitir.
Los periodistas de El Ferrocarril son algunos de los muchos profesionales de los medios de prensa que están en esos momentos tomando nota de los locales siniestrados.
-¿Es cierto en el fuego se inició en la sastrería Europea?
-¿El señor Alfonso Blin es el  dueño?
-¿Sabe usted, comandante, si se ha quemado la zapatería de Baldomero Cruz?
Las preguntas envuelven al comandante del Cuerpo de Bomberos que intenta vanamente sacarse de encima esta jauría de interrogadores. Sabe que el edificio arde completamente, pero no tiene aún los datos exactos de lo que se está quemando. Recuerda de memoria algunos de los nombres de los locales, pero prefiere guardar silencio. Llega Manuel Domínguez hasta su lado, con el rostro congestionado por el esfuerzo realizado hasta ese momento.
-Gracias, Manuel, gracias por conseguir agua.
-Usted me dijo consígame una gota de agua, pero parece que exageramos un poco.
Frente a ellos, los chorros refrescantes de veinte pitones caen como una cascada que se disuelve en medio del fuego. Pero poco a poco, con los escasos recursos que cuentan los bomberos de la capital, saben que van a encerrar las llamas y controlar finalmente el incendio.
-¡Teniente Zamora! ¡Manuel!
El oficial aludido se acerca al puesto de mando.
-¿Sí, señor?
-¿Qué ha sabido de su local, de la mercería…?
-La salvamos, señor. – Zamora sonríe más relajado. – Pero no tuvimos suerte con los locales que daban a la plaza de armas. Allí todo se ha perdido.
-Descanse un poco, teniente-. Y dirigiéndose al secretario de la 2ª de bombas, nuestro conocido Enrique MacIver, le pide que vaya a buscar al capitán de la 3ª compañía.

Manuel Domínguez admira profundamente al capitán Ramón Abasolo, un hombre que desde la fundación del Cuerpo no ha descansado un segundo, dejándolo todo para entregarse en cuerpo y alma a su compañía. En esos primeros días los dos eran tenientes. Abasolo ahora es capitán, pero durante los dos años anteriores ha sido el Comandante indiscutido del Cuerpo de Bomberos, y ahí le ve acercarse, calmadamente, con esa solemnidad que algunas personas, solo algunas, confieren a los cargos.
-A sus órdenes, señor comandante.
La barba cuidadosamente recortada, la casaca roja de puños y cuello negros, el grueso cinturón del que penden el hacha de incendio y la llave para desunir las mangueras, el casco de suela donde destaca la cucarda de cuero blanca y la placa de bronce en que se lee “capitán”. Ramón Abasolo es la imagen del bombero.
-Por favor, capitán, informe a esta comandancia de lo que está ocurriendo en su sector.
-En estos momentos las compañías han logrado detener el avance del fuego, cortando el paso en la galería Bulnes, que ha sido nuestra principal preocupación.
-El capitán Germain de la 4ª de bombas me ha informado que lograron salvar los edificios de la calle Ahumada por el frente. ¿Qué sabe usted de eso?
-Es verdad, señor. El fuego saltaba por sobre la calle intentando devorar los grandes edificios de la vereda poniente, pero logramos, junto con los voluntarios de la 1ª de bombas y la compañía francesa, apagar cada pequeño foco de fuego que nacía en esta lluvia terrible de chispas y carbones encendidos. Si me permite una reflexión – Ramón Abasolo hace un pequeño gesto con su rostro, entrecierra sus ojos pardos y sonríe, -parecía el volcán Vesubio intentando quemar la ciudad de Pompeya.
Domínguez no se ha sentido defraudado del informe de Abasolo, quien une a su alta capacidad técnica un buen nivel cultural.
-Como Pompeya, capitán. Esa es la imagen más precisa de este incendio.
-Si usted me lo permite, don Manuel, sería bueno a estas horas del amanecer dar descanso a algunas compañías para irlas rotando en el largo trabajo que nos espera.
Manuel Domínguez intenta replicarle a Ramón Abasolo, decirle que ya lo ha pensado, pero el tono ha sido tan de consejo, casi como una súplica, que prefiere asumirlo con la hidalguía que corresponde.
-Me parece una excelente idea, capitán. Se lo comentaré al señor Comandante.

Han sido horas de intenso trabajo y al acercarme a nuestra máquina veo, pegados a las varas de la bomba a palancas, a Lucas Molina, Francisco Bravo, Buenaventura Cádiz, Ramón Contador, Robustiano Molina y otros voluntarios, auxiliares y personas del público, que aún bombean sin descanso.
-¡Si quieren un respiro, háganse bomberos de hachas!
            La broma surge de un grupo de voluntarios de la 1ª de Hachas y Escalas, que observa el movimiento duro y golpeador de las varas.
            -Un día te voy a ver rogando para que te dejemos entrar en esta bomba, Federico Frías.
            Robustiano Molina se acerca al grupo en que están Federico Frías y su hermano Daniel. Les une una larga amistad nacida precisamente en la 1ª de Hachas, en la que Molina había militado hasta julio del año anterior.
            -¿Y, cuándo se van a cambiar a la Poniente?
            -¿Cómo? ¿Acaso te has acostumbrado a ser bombero de agua?
            -Ahora me tocó estar en las varas, pero hace un par de horas tenía uno de los pitones de bronce en mis manos, y esa sensación de poder, amigo mío, es muy difícil de explicar.
            Para los hermanos Frías, argentinos de nacimiento y avecindados hacia ya muchos años en Santiago, la experiencia de ser bomberos había sido realmente impresionante.  Federico, el mayor, había ingresado a la bomba en 1864, pocos meses después de la fundación de su unidad. Molina se había incorporado un año después, pero se había sentido atraído especialmente por el trabajo hidráulico, por la tecnología que significaba trabajar con bombas de palanca, o de la nueva bomba a vapor.
            -¡Señor Molina, regrese a las varas!
            La orden del teniente 3º Joaquín Munita no se hace esperar.
            -Voy, teniente. Voy.
            Observo un instante a Joaquín Munita. Es un hombre serio, agradable, y lleva todavía el dolor de haber perdido a sus hijas en el incendio de la iglesia de la Compañía.

Amanece en Santiago y la plaza, ya vacía de sus espectadores nocturnos, abre sus derruidas formas al nuevo público que inicia temprano sus jornadas. Las bombas y bombines no han descansado, mientras se cruzan como sonámbulos los agotados bomberos y los cientos de personas que han perdido sus fuentes de trabajo. El gigantesco edificio de dos altos pisos es ahora una masa informe de escombros humeantes y donde ha revivido el fuego una y otra vez, como una bestia que se resiste a morir. Solo su fachada norte se mantiene en pie, con mil ojos negros de sus ventanas quemadas.
Virtualmente botados junto a la bomba a palancas, Ezequiel Guevara, Ernesto Richard, Florencio Middletone y yo tratamos de descansar luego del agotador esfuerzo. El delgado Buenaventura Cádiz se cruza frente a nosotros, trasladando uno de los largos pitones de bronce hacia el carro.
-Tiene la boquilla trabada, teniente.
-Bien, déjala junto a esas mangueras rotas.
El teniente Munita contabiliza el material usado durante la noche, pero sigue faltándole uno de los baldes de cuero de dotación de la bomba y dos antorchas de bronce usadas durante el incendio.
-¿Le pido un favor, señor Cádiz? Regrese al lugar del incendio y trate de encontrar alguna de nuestras antorchas de bronce o uno de los baldes, y me los trae, por favor.
-Lo que usted diga, teniente.
Buenaventura Cádiz regresa al lugar del incendio, doblando por la esquina de Ahumada con la plaza de armas. El espectáculo es desolador, pero una extraña sensación de triunfo le invade a medida que camina. El cuerpo de bomberos ha cumplido recién  cinco años de existencia, y con el escaso material con el que cuenta ha sido capaz de dominar un incendio que, antes de la existencia de los bomberos voluntarios, seguramente habría destruido gran parte de la ciudad.
Buenaventura Cádiz sonríe  mientras divisa a los comandantes Raymond y Domínguez que se sirven unas tazas humeantes ofrecidas por unas hermosas señoritas de la sociedad.
“La ventaja de ser jefes”.

            -¿Qué te ocurre, Manuel?
            Domínguez se ha tendido en la cama, y se aprieta el pecho. El esfuerzo del incendio ha sido superior a su físico. Han sido años difíciles, y desde el primer día en que se fundara el cuerpo de bomberos había concurrido con todo su entusiasmo a prestar su colaboración. Y en esa primera reunión y bajo la severa mirada de José Luis Claro, había aceptado asumir como teniente 2º de la bomba Poniente. Pero el trabajo en su negocio y las permanentes actividades de la compañía le estaban agotando. Eran cinco años sin descanso. Y ahora era vicecomandante, con todo lo que ello significaba en tiempo y esfuerzo.
            -Le voy a preparar una fusión de hierbas. Y prométame que va a renunciar a sus bomberos.

            Manuel Domínguez sonríe a pesar del dolor. ¡Cuántas veces ha escuchado la misma frase! Había dejado el casco de suela sobre el velador, se había sacado el uniforme empapado en agua y oliente a barro, y finalmente se duerme.

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