martes, 28 de junio de 2011

El incendio del Portal de Sierra Bella

1869. 1 de junio
Incendio del Portal de Sierra Bella.

            Ese primer día del junio se inauguraban las sesiones ordinarias del Congreso Nacional, y los debates de esa jornada política eran el tema de conversación en los cafés capitalinos porque, cual más cual menos, los oradores del parlamento eran diestros maestros en el uso de la palabra y todo el mundo opinaba respecto a lo que habían dicho. Y esa jornada había contado con el discurso presidencial de José Joaquín Pérez quien, tras ocho años de gobierno, a decir verdad, ya no entusiasmaba a nadie.
            Además, estaba el tema del alcantarillado, con las más modernas y amplias técnicas para delinear, nivelar y abovedar las acequias de Santiago, obras iniciadas hacia poco tiempo, y que habíamos inaugurado solemnemente el año anterior. Tanto trabajo tenían a la ciudad conmocionada por las calles rotas y con las incomodidades de un tránsito bloqueado en importantes extensiones. Al menos, dentro de poco se podría contar con una higiénica red de agua potable, de alcantarillado y de los necesarios grifos para el trabajo de incendios.
            Pero, esa noche, ocurrió algo que voy a tratar de relatar a partir de las informaciones y antecedentes que recogí.
            Esta es, más o menos, la historia.

            Aprovechando que no llovía y que la atmósfera estaba transparente, don Marcos Ortiz, dueño de una de las tiendas del gran Portal de Sierra Bella, había salido a caminar por la Plaza de Armas. Le inquieta ver el lugar tan destruido por los trabajos de alcantarillado, especialmente sabiendo que ha sido cortado el suministro de agua en el centro. También sabe que el edificio donde ha instalado su local se había quemado en parte en 1848, y las transformaciones realizadas no necesariamente habían significado una mejoría en su seguridad. Pero, el Portal de Sierra Bella era el lugar más importante de la capital, un punto seguro para vender y los riesgos a veces se sienten menos cuando las ganancias son rápidas.
            Una descuidada mirada hacia la Sastrería Europea y una pequeña nube de humo le llama la atención. La indiferencia de hace unos instantes se convertía en pánico.
-¡Humo!
Casi corriendo llegaba hasta el lugar y a través de las rendijas de las puertas ve que el interior del local arde completamente. Y si hay fuego en esa tienda, puede haber fuego extendiéndose por todo el edificio. Y a gritos se dirige hacia el cuartel de bombas de calle Santo Domingo.
Al mirar hacia atrás, ve cómo surge una columna gigantesca de fuego que estalla por los mil espacios abiertos del gran edificio. El fuego inunda la construcción en segundos.

            -¡Incendio!- grita por su parte el policía de turno esa noche en la plaza de armas, y como lo permiten sus piernas, corre también hasta el cuartel general de bomberos, a doscientos metros hacia el norte de la plaza y  despierta al cuartelero general.
            -¡Fuego en el portal de Sierra Bella!
            Manuel Ortiz ha llegado también al cuartel y pide ayuda a gritos.
            El cuartelero general no necesita ratificar la información. El cielo sobre la Plaza de Armas es del color del infierno. Dándose impulso y a largas zancadas, cruza los salones del segundo piso y sube a la torre construida por Fermín Vivaceta. Puede sentir el calor en el rostro, mientras se aferra al grueso cordel que acciona la paila, la campana de alarmas. Desde la altura privilegiada de la torre de los bomberos puede ver el portal de Sierra Bella coronado por el fuego, mientras millones de chispas surgidas de la inmensa columna de humo naranja se desprenden buscando un punto donde dar origen a un nuevo incendio.

-¡Incendio, Manuel!
Despertado por su esposa, el vicecomandante del cuerpo de bomberos, Manuel Domínguez, salta de la cama y se coloca lo más rápido que puede el uniforme de bombero, con su larga levita negra de miembro del directorio. La ciudad no es tan extensa como para demorar en el trayecto entre la casa de Domínguez, en pleno sector de San Lázaro, hasta alcanzar a la plaza de armas, convertida en una antorcha que ilumina a gran parte del centro. Manuel Domínguez se detiene, asombrado, al llegar a la primera cuadra de calle de Ahumada. Seis años atrás, una hoguera parecida a esta había causado dos mil víctimas en el templo de la Compañía de Jesús, y desde entonces,  no se había visto una masa de fuego tan grande como ahora. Domínguez apresuró el paso. Al enfrentar la plaza se une al comandante del cuerpo Augusto Raymond, quien ya está rodeado por los secretarios de las compañías que sirven de oficiales de enlace; ahí están también los cornetas de órdenes y el estandarte que marca la ubicación del comandante de los bomberos.
La varonil estampa del oficial de origen francés domina el escenario iluminado por el fuego gigantesco. 
-Buenas noches, comandante.
-Buenas noches, señor Domínguez. Le ruego que se haga cargo del trabajo del sector oriente del edificio.
-De inmediato, comandante.
-Ah, Manuel. ¡Y vea si consigue una maldita gota de agua!
Manuel Domínguez recién se da cuenta que los bomberos han trepado por las largas escalas hasta el techo, ventanas y arcos del gran edificio que cubre toda la cuadra y gritan desesperados por la falta de agua. Las acequias están cortadas, la plaza está llena de hoyos por los trabajos del alcantarillado y simplemente el centro de Santiago no tiene agua. Y la hoguera crece a cada momento que pasa.
Yo había llegado a los pocos minutos y subí  por la larga escala que ha instalado la 1ª de Hachas, llevando el pitón fuertemente sujeto en mis manos. Tomé colocación en una de las ventanas de calle Ahumada. Un metro más abajo, mi compañero Ernesto Richard sostiene la pesada manguera. Ambos miramos con angustia hacia la calle, donde el teniente Munita nos hace el gesto de esperar. No hay agua.
Como verdaderas fieras, los capitanes de las compañías buscan las cañerías, las acequias más cercanas, y el poco caudal que entregan los pilones de la plaza no son suficientes para el trabajo de la bombas a vapor, de palancas y bombines. El caos es horroroso mientras la amplia explanada se va llenando de un público aterrorizado y embelesado que contempla la inmensa hoguera.
-Capitán Germain. Por aquí debe pasar la cañería de agua potable. Traiga apoyo de los de hachas y abra el suelo- indica el vicecomandante Domínguez, parado sobre un leve montículo de tierra.
El capitán de la Pompe France, Cesar Germain, da rápidas instrucciones a su lieutenant Gorlier y al sous-lieutenant Guérin, para dar cumplimiento a las órdenes del vicecomandante. Y en pocos minutos los bomberos, apoyados por los zapadores de la 2ª de Hachas, comienzan el trabajo urgente de abrir el suelo del gran terraplén y alcanzar el punto donde se extiende la amplia tubería en construcción. Bomberos de las otras compañías se unen a la titánica tarea hasta que finalmente, con gritos que anuncian victoria, surgen desde el suelo excavado las bóvedas y tubos que, a golpes de hacha, hacen saltar su poderoso caudal oculto. En uno de los pozos abiertos, y con el agua hasta la cintura, el teniente Tenderini de los Salvadores y Guardias de Propiedad sonríe entusiasta y palmotea el hombro de un muchacho ingresado el año anterior y que ya es secretario de la compañía.
-Bien hecho, joven Pedro Montt.
El italiano había ganado otra batalla en su vida.

Ahora, con agua en los pitones, el trabajo de las compañías puede comenzar en forma normal, solo que el fuego, libre de resistencias, ha coronado completamente el edificio desde la Calle Ahumada hasta la del Estado y sin obstáculos avanza hacia el sur para alcanzar la galería Bulnes, lo que convertiría toda la manzana en una hoguera incontrolable.
El fuego me da miedo. Es una sensación que me envuelve cuando lo veo crecer y destruirlo todo. Temo morir quemado. Y esa sensación me acompaña siempre durante los primeros minutos, cuando me siento débil frente a su grandiosidad, hasta que logro pensar en que yo seré el vencedor.
Richard y yo nos instalamos en el balcón y afirmándonos contra el marco de la ventana, sujetando el poderoso pitón. Ahora sí. El chorro penetra con fuerza en medio de la masa naranja y, a pesar del humo que sale a borbotones por el reducido espacio abierto, sonreímos alegres. ¡Ahora sí!
-La palancas ya está funcionando – grita Cirilo Cádiz, teniente 2º de la bomba Poniente, nervioso ante la inmensidad del incendio y sabiendo que muchos de los locales son arrendados por voluntarios de su misma compañía, y que a esta hora de la madrugada ya lo han perdido todo. Germán Cádiz ve su local, la Mercería del Gallo, envuelta en llamas. El teniente 1º, Manuel Zamora, observa impotente las llamas que avanzan hasta su tienda por calle Ahumada. Una mezcla de servicio, duelo y angustia personal se vive en gran parte de los voluntarios que en esos instantes luchan rabiosos contra el fuego incontrolado.
Escucho al teniente Zamora preguntar a Munita.
-¿Quiénes están en esa escala?
-Richards y Marcoleta, teniente.
-Bien, que no hagan locuras, señor Munita.
Los pitones de la 2ª compañía de bombas barren los baratillos que arden en el gran pasillo que une las esquinas de Ahumada y Estado. Por Ahumada ha armado la 1ª de bombas,  la única compañía que en esos momentos cuenta con una máquina a vapor, la Ponkas, y su ensordecedor juego de pitos da aún más realce al constante movimientos de sus pistones y émbolos. Intenta contener la masa de fuego que avanza hacia el local del teniente tercerino Manuel Zamora. Por una de sus salidas, la bomba a vapor apoya a una línea de mangueras que alimenta a los nuevos bombines de la Pompe France, mientras la bomba a palancas de la 3ª ha  logrado establecer una barrera de agua que intenta cortar el avance del fuego hacia el pasaje Bulnes.
-¡Lo he perdido todo!
-¡No tengo seguros!
-¡Mis cosas!
-¡Tenia el dinero en las cajas del local!
La escena es terrible, personas desesperadas que en medio del gentío intentan acercarse al incendio; dueños de locales, arrendatarios, gente que todo lo ha perdido, se mezcla con un público ávido de sensaciones, del morbo que atrae más poderosamente de lo que la prudencia puede permitir.
Los periodistas de El Ferrocarril son algunos de los muchos profesionales de los medios de prensa que están en esos momentos tomando nota de los locales siniestrados.
-¿Es cierto en el fuego se inició en la sastrería Europea?
-¿El señor Alfonso Blin es el  dueño?
-¿Sabe usted, comandante, si se ha quemado la zapatería de Baldomero Cruz?
Las preguntas envuelven al comandante del Cuerpo de Bomberos que intenta vanamente sacarse de encima esta jauría de interrogadores. Sabe que el edificio arde completamente, pero no tiene aún los datos exactos de lo que se está quemando. Recuerda de memoria algunos de los nombres de los locales, pero prefiere guardar silencio. Llega Manuel Domínguez hasta su lado, con el rostro congestionado por el esfuerzo realizado hasta ese momento.
-Gracias, Manuel, gracias por conseguir agua.
-Usted me dijo consígame una gota de agua, pero parece que exageramos un poco.
Frente a ellos, los chorros refrescantes de veinte pitones caen como una cascada que se disuelve en medio del fuego. Pero poco a poco, con los escasos recursos que cuentan los bomberos de la capital, saben que van a encerrar las llamas y controlar finalmente el incendio.
-¡Teniente Zamora! ¡Manuel!
El oficial aludido se acerca al puesto de mando.
-¿Sí, señor?
-¿Qué ha sabido de su local, de la mercería…?
-La salvamos, señor. – Zamora sonríe más relajado. – Pero no tuvimos suerte con los locales que daban a la plaza de armas. Allí todo se ha perdido.
-Descanse un poco, teniente-. Y dirigiéndose al secretario de la 2ª de bombas, nuestro conocido Enrique MacIver, le pide que vaya a buscar al capitán de la 3ª compañía.

Manuel Domínguez admira profundamente al capitán Ramón Abasolo, un hombre que desde la fundación del Cuerpo no ha descansado un segundo, dejándolo todo para entregarse en cuerpo y alma a su compañía. En esos primeros días los dos eran tenientes. Abasolo ahora es capitán, pero durante los dos años anteriores ha sido el Comandante indiscutido del Cuerpo de Bomberos, y ahí le ve acercarse, calmadamente, con esa solemnidad que algunas personas, solo algunas, confieren a los cargos.
-A sus órdenes, señor comandante.
La barba cuidadosamente recortada, la casaca roja de puños y cuello negros, el grueso cinturón del que penden el hacha de incendio y la llave para desunir las mangueras, el casco de suela donde destaca la cucarda de cuero blanca y la placa de bronce en que se lee “capitán”. Ramón Abasolo es la imagen del bombero.
-Por favor, capitán, informe a esta comandancia de lo que está ocurriendo en su sector.
-En estos momentos las compañías han logrado detener el avance del fuego, cortando el paso en la galería Bulnes, que ha sido nuestra principal preocupación.
-El capitán Germain de la 4ª de bombas me ha informado que lograron salvar los edificios de la calle Ahumada por el frente. ¿Qué sabe usted de eso?
-Es verdad, señor. El fuego saltaba por sobre la calle intentando devorar los grandes edificios de la vereda poniente, pero logramos, junto con los voluntarios de la 1ª de bombas y la compañía francesa, apagar cada pequeño foco de fuego que nacía en esta lluvia terrible de chispas y carbones encendidos. Si me permite una reflexión – Ramón Abasolo hace un pequeño gesto con su rostro, entrecierra sus ojos pardos y sonríe, -parecía el volcán Vesubio intentando quemar la ciudad de Pompeya.
Domínguez no se ha sentido defraudado del informe de Abasolo, quien une a su alta capacidad técnica un buen nivel cultural.
-Como Pompeya, capitán. Esa es la imagen más precisa de este incendio.
-Si usted me lo permite, don Manuel, sería bueno a estas horas del amanecer dar descanso a algunas compañías para irlas rotando en el largo trabajo que nos espera.
Manuel Domínguez intenta replicarle a Ramón Abasolo, decirle que ya lo ha pensado, pero el tono ha sido tan de consejo, casi como una súplica, que prefiere asumirlo con la hidalguía que corresponde.
-Me parece una excelente idea, capitán. Se lo comentaré al señor Comandante.

Han sido horas de intenso trabajo y al acercarme a nuestra máquina veo, pegados a las varas de la bomba a palancas, a Lucas Molina, Francisco Bravo, Buenaventura Cádiz, Ramón Contador, Robustiano Molina y otros voluntarios, auxiliares y personas del público, que aún bombean sin descanso.
-¡Si quieren un respiro, háganse bomberos de hachas!
            La broma surge de un grupo de voluntarios de la 1ª de Hachas y Escalas, que observa el movimiento duro y golpeador de las varas.
            -Un día te voy a ver rogando para que te dejemos entrar en esta bomba, Federico Frías.
            Robustiano Molina se acerca al grupo en que están Federico Frías y su hermano Daniel. Les une una larga amistad nacida precisamente en la 1ª de Hachas, en la que Molina había militado hasta julio del año anterior.
            -¿Y, cuándo se van a cambiar a la Poniente?
            -¿Cómo? ¿Acaso te has acostumbrado a ser bombero de agua?
            -Ahora me tocó estar en las varas, pero hace un par de horas tenía uno de los pitones de bronce en mis manos, y esa sensación de poder, amigo mío, es muy difícil de explicar.
            Para los hermanos Frías, argentinos de nacimiento y avecindados hacia ya muchos años en Santiago, la experiencia de ser bomberos había sido realmente impresionante.  Federico, el mayor, había ingresado a la bomba en 1864, pocos meses después de la fundación de su unidad. Molina se había incorporado un año después, pero se había sentido atraído especialmente por el trabajo hidráulico, por la tecnología que significaba trabajar con bombas de palanca, o de la nueva bomba a vapor.
            -¡Señor Molina, regrese a las varas!
            La orden del teniente 3º Joaquín Munita no se hace esperar.
            -Voy, teniente. Voy.
            Observo un instante a Joaquín Munita. Es un hombre serio, agradable, y lleva todavía el dolor de haber perdido a sus hijas en el incendio de la iglesia de la Compañía.

Amanece en Santiago y la plaza, ya vacía de sus espectadores nocturnos, abre sus derruidas formas al nuevo público que inicia temprano sus jornadas. Las bombas y bombines no han descansado, mientras se cruzan como sonámbulos los agotados bomberos y los cientos de personas que han perdido sus fuentes de trabajo. El gigantesco edificio de dos altos pisos es ahora una masa informe de escombros humeantes y donde ha revivido el fuego una y otra vez, como una bestia que se resiste a morir. Solo su fachada norte se mantiene en pie, con mil ojos negros de sus ventanas quemadas.
Virtualmente botados junto a la bomba a palancas, Ezequiel Guevara, Ernesto Richard, Florencio Middletone y yo tratamos de descansar luego del agotador esfuerzo. El delgado Buenaventura Cádiz se cruza frente a nosotros, trasladando uno de los largos pitones de bronce hacia el carro.
-Tiene la boquilla trabada, teniente.
-Bien, déjala junto a esas mangueras rotas.
El teniente Munita contabiliza el material usado durante la noche, pero sigue faltándole uno de los baldes de cuero de dotación de la bomba y dos antorchas de bronce usadas durante el incendio.
-¿Le pido un favor, señor Cádiz? Regrese al lugar del incendio y trate de encontrar alguna de nuestras antorchas de bronce o uno de los baldes, y me los trae, por favor.
-Lo que usted diga, teniente.
Buenaventura Cádiz regresa al lugar del incendio, doblando por la esquina de Ahumada con la plaza de armas. El espectáculo es desolador, pero una extraña sensación de triunfo le invade a medida que camina. El cuerpo de bomberos ha cumplido recién  cinco años de existencia, y con el escaso material con el que cuenta ha sido capaz de dominar un incendio que, antes de la existencia de los bomberos voluntarios, seguramente habría destruido gran parte de la ciudad.
Buenaventura Cádiz sonríe  mientras divisa a los comandantes Raymond y Domínguez que se sirven unas tazas humeantes ofrecidas por unas hermosas señoritas de la sociedad.
“La ventaja de ser jefes”.

            -¿Qué te ocurre, Manuel?
            Domínguez se ha tendido en la cama, y se aprieta el pecho. El esfuerzo del incendio ha sido superior a su físico. Han sido años difíciles, y desde el primer día en que se fundara el cuerpo de bomberos había concurrido con todo su entusiasmo a prestar su colaboración. Y en esa primera reunión y bajo la severa mirada de José Luis Claro, había aceptado asumir como teniente 2º de la bomba Poniente. Pero el trabajo en su negocio y las permanentes actividades de la compañía le estaban agotando. Eran cinco años sin descanso. Y ahora era vicecomandante, con todo lo que ello significaba en tiempo y esfuerzo.
            -Le voy a preparar una fusión de hierbas. Y prométame que va a renunciar a sus bomberos.

            Manuel Domínguez sonríe a pesar del dolor. ¡Cuántas veces ha escuchado la misma frase! Había dejado el casco de suela sobre el velador, se había sacado el uniforme empapado en agua y oliente a barro, y finalmente se duerme.

sábado, 25 de junio de 2011

Incendio en el taller de Vivaceta

El 16 de enero de 1865 se daba la alarma de incendio en el taller artesanal de Fermín Vivaceta, en calle San Pablo. (Ilustración del libro "Fuego").

La Ramona

En 1876 llegaba la primera bomba a vapor a la Tercera Compañía, una máquina Merryweather, capaz de desplazar 1.640 litros por minuto, con caldero marca Field, y cilindros a vapor de 6 1/2 pulgadas de diámetro y de 5 1/4  pulgadas los de agua. Cuando en 1879 fallece el fundador, capitán y comandante Ramón Abasolo, fue bautizada como La Ramona. (Ilustración del autor)

Incendio del Portal de Sierra Bella


La noche del 1° de junio de 1869 ardía completamente el Porta de Sierra Bella, en a vereda sur de la Plaza de Armas. Con absoluta ausencia de agua por el arreglo de las nuevas cañerías, el trabajo de bomberos fue una joranada agotadora, pero coronada por el éxito. (Ilustración del libro "Fuego")

Incendio del Portal de Sierra Bella


Incendio del Teatro Municipal

El 8 de diciembre de 1870, justo siete años después de la tragedia del Tempo de la Compañía de Jesús, se incendiaba el Teatro Municipal de Santiago. Durante la extinción muere el primer mártir del Cuerpo de Bomberos de Santiago, Germán Tenderini. (Iustración del libro "Fuego").

1962 GRADUACIÓN BHS

Junto a mamá el día de la graduación.

1962 GRADUACIÓN BHS

Una feliz pareja en el día de la graduación. Junto a Patricia Torres en la escala de colegio. En mi mano, el discurso de despedida.

1962 GRADUACIÓN BHS

El día de la graduación, en diciembre de 1962. Sentadas, de izquierda a derecha, Matilde Lekanda, Patricia Torres, Odette Sepúlveda, Anamaría Bruce, Liliana González y María Elena Restovic. De pie, en igual posición, Miguel Nieto, Fernando Lizarzaburu, yo, Pedro Labra y William Slater.

martes, 21 de junio de 2011

Jessi

Retrato en acrílico de Jessica Pualuan, pintado en ausencia mientras ella estaba en Aysén en 1997. (Colección particular)

sábado, 11 de junio de 2011

INCENDIOS DEL SIGLO XIX

Dos ilustraciones de mi libro Fuego, mostrando dos incendios en épocas diferentes. La de arriba, en la década de los mil ochocientos setenta, y la de abajo, en los mil ochocientos ochenta. (Ilustraciones del libro "Fuego").

DON MATEO DE TORO Y ZAMBRANO

 “Aquí está el bastón, disponed de él y del mando”.

Con estas breves palabras, terminaban tres siglos de colonia y comenzaba la aurora de la independencia. Era el 18 de septiembre de 1810, y el presidente de Chile, don Mateo de Toro y Zambrano, se convertía en el instrumento, quizás si inconsciente, del gran paso de una época a otra.
Algunos dirán que la Primera Junta Nacional de Gobierno significó la independencia de Chile, y otros menos exagerados, dirán que solo fue una junta de santiaguinos que sirvió para proclamar nuestra adhesión al rey d España.
Pero,  a partir de ese momento, los hechos se precipitaron y tres años más tarde, Chile se trasformaba en campo de batalla de la independencia.

La vida de don Mateo de Toro y Zambrano comienza en Santiago el 20 de septiembre de 1727, en medio de una de las familias más poderosas de la capital. Cargos públicos destacados, figuras importantes, regidores y alcaldes por ambas familias paterna y materna; por tío un obispo, y relaciones claves, serán el entorno en que va a crecer el muchacho.
Su tío, José de Toro y Zambrano, obispo de Concepción, quiere para el joven, y ya huérfano Mateo de Toro, un puesto en la Iglesia, pero el muchacho se las arregla para poner una tienda de géneros en la Plaza de Armas y comienza a ahorrar sus primeros pesos.
Y el obispo no pone objeciones cuando Mateo le informa que se va a casar. Y con
Nicolasa Valdés y Carrera, su sobrina en segundo grado, hija de doña Francisca de Borja de la Carrera y Ureta, descendiente de los Carrera Iturgoyen, “de buen caudal” como dirían en aquella época.

No se había equivocado el joven Mateo al poner sus ojos y sus intereses en doña Nicolasa, tan socorrida de bienes espirituales como materiales.
Y el 3 de mayo de 1751, se casaban.
Ese mismo mes de mayo, en la medianoche del 24 al 25, un terremoto destruía la ciudad de Concepción, y mientras la gente huía en medio de la oscuridad hacia los cerros, el mar se retiraba dejando seca la bahía, para regresar con toda la furia y arrasar hasta los cimientos a la ciudad mártir. Terremoto y maremoto.

A todo esto, don Mateo se hacía cargo de sus tías solteronas, las que van muriendo una a una. Su tío obispo se siente viejo, y decide venir al lado de don Mateo que ya se ha convertido, a pesar de la juventud, en un hombre de gran fortuna, gracias a su trabajo y… a los bienes de doña Nicolasa.
El buen obispo y padrino de don Mateo, don José de Toro Zambrano, sin embargo nunca recibe respuesta de España para dejar el cargo, y muere en 1760, legando a su sobrino toda su fortuna.

Mateo se mueve rápidamente, escribe al rey y recibe las propiedades, dineros, esclavos y muebles del difunto tío. La más importante es una propiedad de calle Nueva de la Merced.  Ella se agrega la hacienda de Huechún, la hacienda de San Diego, las tierras al oriente del río Pangue; la hacienda de Parquín en el Maule y, que había pertenecido a los dominicos; la chacra de Chuchunco, y setecientas cuadras en Panilogo, Paredones.
Mateo era joven y rico. Pero, faltaba la guinda de la torta. Desde temprana época
había puesto también su espada al servicio del rey en muchas oportunidades. Se fue a las guerras de Arauco y obtuvo así el grado de capitán del real regimiento de caballería.
Entonces, tenía 22 años. Y a los 23 era nombrado gobernador de Chiloé, y más tarde lo era de la Serena, ante la amenaza de unos filibusteros ingleses. Una vida destinada a servir a su rey, su señor.

Pero, aún faltaban dos grandes compras. En particular una casa conocida por todos como la “casa colorada”.
Pues bien, a la muerte de su tío, el obispo, don Mateo necesitaba una mansión más de acuerdo a sus títulos. Y compró una amplia propiedad en calle de la Merced, que pertenecía a su difunto suegro. Y pagó dieciocho mil pesos de entonces. ¡Una fortuna! Pero se las arregló para que finalmente pagara su suegra, doña Francisca de Borja de la Carrera. Pero como sentía que la mansión le quedaba estrecha, compró la propiedad del lado poniente que pertenecía a don Agustín Tagle.
Pagó  otros cinco mil quinientos pesos más.
Y aprovechando la expulsión de los jesuitas, ocurrida en 1767, y cuyas inmensas propiedades pasaron a remate en 1771, adquirió la llamada hacienda de Rancagua, que nosotros conocemos como el pueblo de la Compañía.
Eran  8.775 cuadras y media, de gran calidad agrícola, que incluía 38 esclavos, 7.709 cabezas de ganado vacuno, 4.913 de ganado ovejuno, 70 cabras, 525 caballos, 1.239 yeguas, 104 burros y 540 mulas. Y si eso fuera poco, la compra incluía la iglesia, las casas que habitaron los jesuitas y las grandes bodegas.
Fueron 139.500 pesos, a los que debió sumar 90.000 pesos de capital y 40.500 de intereses. Para ello puso en garantía todas sus propiedades. Y se quedó con la Hacienda de la Compañía.

Los apacibles años de don Mateo se van mezclando con cargos, yernos y nueras. La Casa Colorada, en pleno centro de Santiago, y hoy Monumento Nacional y Museo, se convierte en el centro de la actividad política del país.
Y tenía su carácter, don Mateo. Un día, siendo gobernador de Chile el terco Ambrosio O’Higgins, quiso celebrar el ascenso del nuevo rey, don Carlos IV, con una festividad especial. Invitó a las celebraciones en Santiago a ciento veinte indígenas capitaneados por el comandante don Pedro José Benavente. Y, para el traslado, solicitó a los grandes hacendados que proveyeran las cabalgaduras, gratuitamente.
Don Mateo, dueño de la Hacienda de la Compañía, que quedaba en pleno camino de la comitiva, estalló en rabia. Él tenía demasiados títulos para aceptar tamaña orden y rechazó la solicitud. El gobernador O’Higgins estalló a su vez en céltica ira y replicó que era una orden y la rubricó en un decreto.
Don Mateo de Toro y Zambrano apeló a la Real Audiencia. O’Higgins no dio paso al recurso señalando la incompetencia del tribunal. La Real Audiencia entró en litigio de competencia con el gobernador O’Higgins, terminando el pleito en los salones del Consejo de Indias en España. Ahora, era el mismísimo rey de España quien debía resolver. Sólo que el juicio había comenzado en 1789, el año de la revolución francesa, y el rey solo resolvería en 1793, ¡cuatro años más tarde!
Había temas más importantes que resolver.
Le dio la razón al gobernador O’Higgins, pero la ceremonia se realizó sin los caballos de don Mateo de Toro y Zambrano.


¿Sabe usted qué pasaba en el mundo cuando don Mateo peleaba con don Ambrosio?

Cuando en 1789 ambos personajes se enfrascaban en una disputa por los caballos que debía facilitar don Mateo de Toro y Zambrano, en París estallaba la Revolución Francesa.-
Y George Washington era designado presidente de los Estados Unidos de Norteamérica.

:La desconocida personalidad de don Mateo de Toro y Zambrano, un personaje de de quien, para muchos de nosotros, solo conocemos su nombre, y sin embargo, fue el primer presidente de la Primera Junta de Gobierno en Chile.

Del matrimonio de don Mateo y doña Nicolasa de Valdés nacieron cuatro varones y cuatro mujeres. Los tres primeros varones, José María, José Gregorio y Eusebio Joaquín, fueron enviados a estudiar a España.
José María hizo la carrera militar en España como artillero, y combatió en Portugal, y estuvo en las expediciones a América, incluyendo Buenos Aires. Pero quedó gravemente herido, y obtuvo del rey permiso para visitar a su familia en Chile. Pero la nueva guerra con Inglaterra, en 1779, obligó al gobernador de Chile, don Agustín de Jáuregui, a mandarlo como inspector a las islas Juan Fernández, y luego a Valparaíso y a otros lugares.

Efectivamente, la salud de José María Toro iba decayendo cada vez más, en medio de un trabajo intenso, agobiador. Finalmente fallecía en brazos de su padre don Mateo de Toro y Zambrano. Tenía 26 años.

Su segundo hijo, José Gregorio, siguió también la carrera de las armas en España, alcanzando brillantes títulos y honores, y el grado de teniente coronel del Regimiento del Rey, y caballero de la Orden de Santiago. Pero, previsor, se mantuvo soltero hasta que conoció a doña Josefina Dumont y Miquel, de nobles ancestros, y se casaron. Y en 1804, después de treinta años de ausencia, regresaba a Chile.
El Santiago que encontró José Gregorio era totalmente distinto a la aldea que dejó al partir. Don Mateo tenía ya 77 años, y en la capital las sucias calles de tierra ahora estaban enlosadas; había un Tajamar con hermosos paseos que protegía a la ciudad de los desbordes del río; y Joaquín Toesca, el arquitecto italiano contratado por el gobierno, había levantado los espléndidos palacios de la Audiencia y el Cabildo, además de la nueva iglesia Catedral.
Y doña Josefina Dumont, la española esposa de su hijo José Gregorio, al casarse, se hacía dueña de los títulos de Castilla y, a través del mayorazgo instituido por el propio don Mateo, al que puso como garantía la Casa Colorada, avaluada en una fortuna por el propio Toesca, como así también la Hacienda de la Compañía, tasada en una fortuna similar.

“Claro, clarito. Todo eso para mi hijo y para ella” había dicho el socarrón personaje.

Pero en Chile y en el mundo ocurrían sucesos muy importantes. España era invadida por Napoleón Bonaparte, y en nuestro país, el gobernador español Antonio García Carrasco era depuesto por un movimiento popular destinado a derribarlo, más que a proclamar la independencia. Las autoridades buscaron un reemplazante mientras resolviera la corona. Y las miradas se volvieron hacia don Mateo de Toro y Zambrano.

Y, en julio de 1810, lo designaban como nuevo presidente de este reino de Chile. Eran días difíciles, si recordamos que a las dos semanas de haber asumido, recibía una nota en que se le informaba del establecimiento de un Consejo de Regencia en España, en ausencia del bienamado rey, prisionero de los franceses, y con órdenes perentorias del ministro Harmasas para que se jurara obediencia a ese Consejo. ¿
Los monárquicos se movieron para que citara a esta ceremonia…
Y los que no querían reconocerlo y aspiraban a un Cabildo Abierto como el de Buenos Aires, presionaron para que don Mateo no citara al pueblo para obedecer el mandato de España.

Y comenzaron las presiones.
El Regente de la Real Audiencia, Rodríguez Ballesteros, se puso de inmediato en acción para que Mateo de Toro y Zambrano reconociese al Consejo de Regencia. Y para eso, desarrolló un plan que tenía a doña Josefina Dumont como actor principal.

Evocando los dichos de aquel entonces, seguramente doña Josefina debe haberle contestado al empingorotado regente: “Deje al “tatita” a mi cargo, señor Regente. Que para defender los intereses de su majestad no hay otra más indicada que yo. Y le puedo asegurar que don Mateo sólo me escucha a mí”.
Pero, Rodríguez Ballesteros no debe haber quedado muy tranquilo, porque junto a son Mateo revoloteaba un par de pícaros independentistas disfrazados de secretarios de su excelencia: los señores Gaspar Marín y José Gregorio Argomedo.

Comenzaban a vivirse los días más importantes en la vida de don Mateo de Toro y Zambrano. Mientras Josefina Dumont y al Regente Ballesteros, organizan su plan para lograr el reconocimiento del Consejo de Regencia en España, los futuros “patriotas” hacen lo mismo, pero para impedirlo.

Elevado a la dignidad de Presidente del reino de Chile, don Mateo no ha alcanzado a disfrutar de su nuevo cargo. Aires de crisis en España y pugna entre realistas y patriotas en Chile, lo dejan sin dormir.

Fueron días difíciles incluso para la familia de don Mateo, ya que al interior de ella
pugnaban ambas posiciones, donde destacaba el menor de los hijos, Domingo Toro que,  permaneciendo en Chile, había labrado sólida amistad con los insurgentes.

Los monárquicos, leales al bienamado rey, pidieron al Conde que fijara la ceremonia para el día 18 de agosto, a las 11 de la mañana. Pero muy7 pronto los patriotas hablaron con Domingo para ampliar el plazo hasta el 21.
Y no solo lo lograron, sino que fueron influyendo en don Mateo para citar a un Cabildo Abierto y así decidir sobre el futuro del país. Los patriotas querían transformar el solemne reconocimiento del Consejo de Regencia en un acto que proclamara una junta nacional. Y el 21 de agosto, en medio de la crisis de ambos bandos políticos, nuevamente fracasó el intento. Pero, en esos días llegaba un ejemplar de la Gaceta, desde Buenos Aires, donde se informaba que en el mes de julio se había establecido una Junta Nacional de Gobierno en la capital del virreinato de La Plata.

Era lo que necesitaban los insurgentes. Y comenzaron a presionar, a reunirse en todo momento. Ya nadie hablaba más que de citar a un Cabildo Abierto.
En la noche del miércoles 12 de septiembre llegaba hasta la casa del mandatario un grupo de alcaldes y otras personalidades para exigirle que llamara a Cabildo Abierto. Alertados, los realistas se habían apoderado del cuartel de la artillería.
En medio de la excitación reinante, los patriotas obtenían de don Mateo el llamado a un Cabildo Abierto para el 18 de septiembre.


Por fin había fecha. Y ese 18 de septiembre de 1810, don Mateo de Toro y Zambrano presidió la sesión del Cabildo Abierto, dormitó unos minutos y fue proclamado Presidente de la Primera Junta Nacional de Gobierno. Le faltaban tan solo dos días para cumplir ¡los 83 años de edad!

La ceremonia había durado hasta las 3 de la tarde, y don Mateo se retiraba a su Casa Colorada escoltado por las nuevas autoridades mientras la gente que se arremolinaba en torno a los nuevos personajes.
Y esa noche, la ciudad de Santiago celebraba con bandas y luminarias la proclamación de la Primera Junta Nacional de Gobierno.


Terminaba así la larga preparación de esta fiesta nacional. Don Mateo intentó, a pesar de los años, ayudar en las tareas del nuevo gobierno. Pero en enero de 1811 un golpe terrible sacudió al anciano. Doña Nicolasa Valdés, su compañera de toda una vida, entregaba su alma a Dios.
Fue un dolor demasiado terrible para don Mateo de Toro y Zambrano. Y pocos días después, el 26 de febrero de ese mismo año 1811, don Mateo partía a buscar a su querida Nicolasa.

¿Qué dijeron de él sus contemporáneos?
Fray José Javier de Guzmán lo conoció de cerca. Decía que era el señor Conde de la Conquista un hombre sumamente pacífico, bondadoso, prudente y dócil a los consejos de los sabios, a quienes siempre consultaba en sus dudas… Se hacía amable de todos los que le comunicaban y frecuentaban su casa.

O la opinión de José Perfecto Salas, allá por 1762, cuando la vida pública de don Mateo comenzaba. “Honra del criollismo; pocas palabras; mucho juicio; gran caudal, muy hombre de bien”.

Don Mateo de Toro y Zambrano, nuestro primer gobernante de la Patria Vieja.



El primer submarino chileno

La Tragedia del Buque-Cigarro.

Entre las páginas más sorprendentes de nuestras tradiciones destaca un hecho a veces olvidado.
En 1866 Richard Wagner estrenaba Los Maestros Cantores. Y, ese mismo año, nuestro país echaba al agua su primer submarino, en una época en que su construcción aún estaba en estudio en todo el mundo.

La idea de fabricar submarinos tenía ya dos siglos, desde que el holandés Cornelio van Drebbel probara el primer bote sumergible en Londres, allá por 1620.
 Luego, un religioso francés, el padre Marsenne, inventa un bote sumergible provisto de un cañón que disparaba bajo el agua; hasta que el norteamericano Fulton sumerge su famoso Nautilus a comienzos del siglo diecinueve, nombre que recogería más tarde Julio Verne para su inmortal 20.000 Leguas de Viaje Submarino.

Y volvamos a Chile, al puerto de Valparaíso, donde el marino alemán Carlos Fachs, que había formado familia en nuestro país, decide construir un submarino siguiendo el diseño de otro alemán del puerto, Herr Benen.

Ese año 1866 Chile estaba en una ya larga guerra contra España, apoyando al Perú, y el almirante de la flota española podía ver con su catalejo la construcción del temible artefacto en las playas porteñas. Pero, sucesos ajenos impidieron el enfrentamiento tecnológico. El almirante José Pareja, que así se llamaba, al saber que la goleta Covadonga había sido capturada por los chilenos, se suicida. Y, aunque parezca broma de mal gusto, el submarino fue botado descuidadamente por lo operarios y se perdió en el fondo de la bahía.

Y mientras se iniciaba la construcción de un nuevo submarino, la escuadra española, ahora al mando del almirante Casto Méndez Núñez, simplemente resolvió bombardear el puerto.
Y aunque usted no lo crea, el 31 de marzo de 1866, más de 2.500 bombas cayeron sobre la ciudad, mientras el alemán Fachs seguía trabajando en su nave sumergible.

¿Qué ocurrió? 
Fachs terminó a mediados de abril su famoso submarino, y lo probó en las aguas del puerto. Tenía 10 metros de largo y  escotillas de cristal, compás de navegación y una maquinaria ingeniosa, como la llaman las crónicas, para renovar el aire. Y finalmente, un cañón de buen calibre instalado a proa.

A fines de abril lo probó de nuevo, y se sumergió a 4 brazas de profundidad, poco más de 7 metros 50. Una hora más tarde emergía triunfante.
Cuentan las tradiciones que Fachs invitó a las autoridades para la demostración de su obra, pero que el Presidente de la República, José Joaquín Pérez, al observar el artefacto metálico, miró cazurro al alemán y sólo le dijo: "¿Y si se chinga?"

Y la prueba se suspendió.
Días después, Fachs se metió en su submarino junto a los 10 tripulantes que personalmente designó, e incorporó a su hijo Carlos Fachs, de tan solo 14 años. Y partió al medio de la poza, sumergiéndose a una profundidad de 30 brazas.
Cuentan que demostró la excelente técnica del barco sumergiendo y emergiendo en más de tres oportunidades. A las 9 de la mañana de ese día 3 de mayo se hundía y no volvía a la superficie. Se fue llenando de público, llegaron las autoridades, alguien dijo que Fachs iba a estar diez horas sumergido.

Pero llego la noche, y no apareció.
Al día siguiente, el buzo de la gobernación  no logró verlos. Dos días después el Mercurio rendía un homenaje al malogrado alemán y a su hijo.


Se intentó todo, pero el fondo fangoso de la bahía simplemente se lo tragó.
Y aún está, ese primer submarino chileno, enterrado en el fondo de la mar desde 1866.
Valía la pena recordarlo.



miércoles, 8 de junio de 2011

Don José Luis Claro y Cruz

Don José Luis Claro, capitán de la Compañía del Poniente. Foto 1864

José Luis Claro Cruz.
Iniciador del Cuerpo de Bomberos.

El Cuerpo de Bomberos de Santiago fue fundado el 20 de diciembre de 1863 por iniciativa de don José Luis, pero pocos conocen su historia. Sabemos que pertenecía a la rancia aristocracia pelucona, donde sus parientes dominaban la escena política y militar del sur de Chile. Su tío era el general José María de la Cruz, hermano de su madre, y su otro tío era el Presidente de la República don Joaquín Prieto. De su padre, Vicente Claro Montenegro, sabemos que era un leal o’higginista, que había combatido desde muy joven en las campañas de la Patria Vieja y que había sufrido el destierro en Juan Fernández después del triunfo realista en Rancagua (1814). Cercano a Bernardo O’Higgins durante su gobierno, va a caer en desgracia cuando el general es desterrado. Saca periódicos a favor de su admirado jefe e incluso organiza conspiraciones para traerle de vuelta, y es tanta su atosigante lealtad que el propio O’Higgins pide que se le aplique todo el rigor de la ley por estar permanentemente metiéndose en su vida de exilio.
Casado con Carmen Cruz Prieto, José Luis fue uno de los varios hermanos nacidos en este matrimonio, que se desenvolvió en las penurias de la guerra y luego de la cesantía. Al morir el padre, dona Carmen solicita el monte de piedad que le corresponde. Y en los distintos trámites a que es sometida, va apareciendo el drama de esta familia, cómo van naciendo los hijos, y las dificultades económicas que debe enfrentar.
José Luis, que había nacido en 1826,  se establece en Santiago a los once años y después abre su propio local donde comienza a entrar en contacto con los jóvenes liberales de su tiempo. Conoce a Amelia Solar Marín, de tan solo quince años e hija del destacado político de La Serena don Gaspar Marín, y de la poetisa Mercedes Marín.
Fue durante el final de la administración del Presidente Manuel Bulnes, cuando se une al grupo de disidentes encabezados por Francisco Bilbao, José Zapiola, Eusebio Lillo y Benjamín Vicuña Mackenna, quienes se oponen a la candidatura de Manuel Montt.
Y participa activamente en el motín del 20 de abril de 1851 en Santiago. El asalto al cuartel de la artillería fracasa, cayendo gravemente herido el jefe del motín, el coronel Pedro Urriola Balbontín, quien muere en los brazos de José Luis Claro y Manuel Recabarren. Con el tiempo, ambos serán cuñados.
De nuevo luchando en La Serena, finalmente debe emigrar, viajando a los Estados Unidos en tiempos de la fiebre del oro en California. De regreso, se casa con doña Amelia.

El 8 de diciembre de 1863, José Luis Claro es uno de los cientos de habitantes de la capital que observan impotentes el horroroso incendio del Templo de la Compañía de Jesús, que ha costado sobre dos mil víctimas. Mientras todos piensan en qué hacer, José Luis Claro se dirige al diario La Voz de Chile y al Ferrocarril, colocando un breve aviso, publicado casi en el último lugar de la última columna de los diarios que traen las interminables listas de personas fallecidas en la tragedia.
El 14 de diciembre, fecha en la que señala que se hará la reunión para crear una compañía de bomberos, su oficina se hace estrecha para recibir a los más de cuatrocientos vecinos que quieren integrarse. Aprobada en principio la creación de la nueva organización, José Luis forma parte de la comisión que definirá los estatutos del Cuerpo de Bomberos.
Y el 20 de diciembre, en los salones de la Filarmónica en los altos del Portal de Sierra Bella, se fundaba el Cuerpo de Bomberos de Santiago. Divididos en cuatro compañías, tres de agua y una de Salvadores y Guardia de Propiedad, José Luis Claro solo acepta el cargo de capitán de la Compañía del Poniente.
Más tarde será director de su compañía y vicecomandante del Cuerpo, siempre manteniendo un lugar secundario. Con motivo de la crisis generada por la guerra civil de 1891 contra el presidente Balmaceda, José Luis Claro es detenido por balmacedista. Cuentan que al ser interrogado por la policía, preguntándole si antes había estado preso, señaló con una sonrisa: “Sí, la primera vez por revolucionario y ahora por constitucionalista”.
Rodeado de la admiración de sus seguidores, don José Luis Claro Cruz falleció el 21 de junio de 1901.

jueves, 2 de junio de 2011

¿Por qué soy bombero?

El sábado 20 de diciembre de 2008 me entregaron la pequeña barra dorada donde se leía “45 años”. Cuarenta y cinco años es un tiempo de reflexión para los que hemos entregado la mayor parte de nuestra existencia al Cuerpo de Bomberos. Y mientras un Director Honorario me pasaba en la mano la delgada barrita, tan cargada de años de servicio, sentí que cumplía con un deber asumido en la infancia: ser bombero.
Recuerdo las imborrables imágenes de los grandes incendios de mi infancia, cuando junto a mi padre y hermano, mirábamos el trabajo de los bomberos, arriesgando su vida en medio de un mar de llamas. Sus siluetas negras, recortadas contra ese telón naranja, me hablaba de héroes desconocidos, y mi pasión por ser uno de ellos se iniciaba en una época de pantalones cortos.
Esperé seis años hasta que cumplí la edad reglamentaria. Mis héroes de la infancia, a quienes acompañé siempre en sus incendios, me abrían las puertas del cuartel.

¿Por qué me he mantenido llevando la cotona de trabajo hasta ahora, con los años suficientes para aprovechar mi tiempo en otras actividades, que nunca han sido pocas?
Porque sentí, desde ese primer día en que adquirí conciencia de lo dramático de un incendio, y de la acción arriesgada y humanitaria de esas figuras recortadas contra las llamas, que debía responder a esa misión voluntaria, silenciosa, pero de un humanismo tan grande, que hoy, con esa barra pequeña, dorada, donde leí con emoción la frase “45 años”, puedo sentir el orgullo de no haberle fallado a esos héroes desconocidos de mi infancia.

Como un camino paralelo a nuestra existencia, bomba y realidad se han combinado sin descanso.  En el hogar, como en la Compañía, debimos enfrentar problemas, porque somos seres humanos, con sus debilidades y fortalezas, sus sueños y fracasos. La pasión por el número, tan acendrada en los bomberos, es a esas alturas un distintivo que solo es comparable al amor por nuestros seres más queridos. Y si, así como en la vida, fracasamos en nuestros amores primeros para descubrir un nuevo ser que nos llena de esperanzas, así también, la pasión por el número de pronto deja de serlo, cuando un nuevo número nos llena de amistad y compromiso, de pasión y sueños.
Así me ha ocurrido en la vida y en la bomba,  como a muchos bomberos a quienes he tenido el privilegio de conocer.

¿Por qué aún soy bombero? Porque descubrí un espacio propio, donde yo podía entregar algo personal al trabajo de incendio y rescate. Apasionado de la Historia, comencé a sumergirme en los viejos libros de los cuarteles, documentos que nos hablaban de otros tiempos, de otros nombres, de otras pequeñas historias.
A poco de entrar, me incorporaba a la Comandancia como Ayudante General, y caminaba por los altos salones imaginando escuchar las voces de los fundadores, recogiendo las miradas de personalidades eternizadas en lienzo y pintura, aprendiendo sus nombres, preguntando quiénes eran, tratando de descubrir en los severos rostros de nuestros mártires el pequeño instante donde la muerte y la gloria se fundían eternamente.
Incendios y estudio, guardia nocturna y universidad. Y de pronto, el cintillo de oficial, de teniente, capitán y luego la faja de director. Y recién comenzamos a darnos cuenta que algunas pícaras canas comienzan a aparecer, casi junto con los nietos.
Porque la vida ha sido constantemente paralela, como si una de ellas no pudiese sobrevivir sin la otra.

Soy bombero porque es la manera más eficiente de devolverle la mano a la sociedad. Sin la riqueza que permite crear beneficencias, el bombero tiene en su acción la nobleza de una misión profunda, verdadera, concreta.  Cuántas madrugadas arriba de un techo cubierto de humo, a diferencia de otros cuyas madrugadas se prolongan en la distracción. Cuántos amigos que han dependido de nosotros en el riesgo, como nosotros mismos hemos dependido de ellos. Cómo olvidar a ese anónimo bombero que se lanzó al vacío para evitar que yo cayera hacia la muerte, desde lo alto de la cúpula del Palacio de Bellas Artes.  Amigos de toda una vida, siempre cerca en lo momentos difíciles, más allá del número, más allá de ser de escalas o de agua, unidos en el rescate doloroso, en la tensión de una armada mientras vemos que las llamas cobran su espacio y sus víctimas; temores a veces, alegrías en otras; misión llevada hasta el extremo, en el silencio, en el anonimato. Pero amigos siempre, unidos por ese compromiso inviolable del servicio.
Cuando yo era niño, la prensa hablaba de los bomberos, las empresas mostraban avisos donde aparecían las máquinas veloces, los rostros de los grandes personajes, las historias del Templo de la Compañía, de la epidemia del cólera, del incendio del cuartel de la Artillería. Y yo soñaba que era parte de esa Historia. Casi medio siglo después no veo avisos saludando el aniversario de los bomberos, ni crónicas destacando la apasionante entrega de los nuestros, pero pienso que hay una razón comprensible. Hoy el interés se centra en la distracción y la rentabilidad más que en los valores más profundos. Pero me queda la satisfacción emocionante de ver nuevos jóvenes que golpean las puertas de nuestros cuarteles, integrándose a las filas de cada compañía. Afuera los encandila el mundo de las luces, las pantallas y la nada convertida en espectáculo. Pero prefieren estar en sus cuarteles, atentos a tripular el carro porque la comunidad los necesita.
Por eso soy bombero. Por los de mi generación, por los de las generaciones anteriores, y por los de las generaciones de hoy, a quienes vamos entregando lo que aprendimos, traspasando nuestras tradiciones, y aprendiendo junto con ellos las nuevas tecnologías, las nuevas herramientas de trabajo.
Ese espíritu marcado por la voluntad, por el deber voluntariamente asumido, por servir aunque las fuerzas flaqueen, me hacen ser parte de esa legión más que centenaria de hombres de bien, que han puesto al “otro” antes que el yo.
Por eso, por todo eso y muchas otras razones más, soy orgulloso de haber tomado una decisión de por vida, donde he visto morir a mis amigos, donde he llorado con el rostro sucio de barro, y donde nos hemos abrazado cuando una nueva barrita dorada se prende en nuestra cotona de parada.

Antonio Márquez Allison
Voluntario Honorario de la Catorce.