1863. 8 de diciembre.
-No vayas, Amelia. Va a haber un gentío espantoso, y me han dicho que el templo va a estar lleno de guirnaldas y coronas de papel junto a no sé cuantas miles de lámparas de parafina.
Habíamos sido invitados a almorzar a casa de los Claro Solar. Era el 8 de diciembre, día en que terminaba el mes de María, y la atención estaba puesta en la liturgia que esa tarde se oficiaría en el refaccionado templo de la Compañía de Jesús.
-Dicen que va a oficiar el presbítero Alejo Eyzaguirre- Rosario inicia la conversación, como alentando la asistencia al acto.
Al parecer, José Luís y Amelia ya habían discutido el tema.
-Usted siempre poniéndome problemas, José Luís. Quedamos de juntarnos a las 5 en casa de la Rosarito Lavín de Rosende…
-¿La señora que toca el piano?
-Y muy bien que lo hace. Y no me interrumpa, José Luís. Le decía que vamos a juntarnos a las cinco en su casa y después nos vamos al templo. Si usted se ha puesto tan ateo que no va a misa, no me obligue a mí a seguir sus malas costumbres.
José Luís me mira, derrotado, ya que sabe que no puede luchar contra ella. La ama, y sabe que es preferible sonreír, decirle una palabras galantes, y todo habrá terminado.
-No me había fijado en ese hermoso vestido que lleva, Amelia.
Amelia lo mide con la mirada, conociendo sus trucos, pero tampoco tiene interés en la discusión.
-¿En verdad le gusta?
-Precioso, querida.- José Luís se acerca a Amelia, le toma las manos y la mira por unos instantes.
-¿Qué pasa, José Luís?
-Estoy preocupado.
-¿Se siente mal?
-Me tiene inquieto esa ceremonia. Anoche tuvieron un principio de incendio que, por suerte, no generó una tragedia. Pero ahora, con las miles de personas, el calor de la tarde… no sé. Más que preocupado, es angustia la que siento, y preferiría que usted no fuera, que se quedara rezando acá, o que se juntara con su amiga. Es solo eso, Amelia.
-¿Usted no va a asistir a la misa, Rosario?- le preguntó a mi señora.
-Convencí a Vicente que me dejara ir. Isidora se quedará en casa con la doméstica y Vicente se tomará la tarde libre.
Amelia le aprieta las manos a José Luís, lo mira con sus profundos ojos y le da un ligero beso.
-Gracias, José Luís. Le prometo que me voy a cuidar.
Ese martes el tema de conversación era, precisamente, el cierre del “mes de María” y las ceremonias que había programado el padre Ugarte, a cargo de la iglesia, para responder a la creciente ola opositora contra estas ceremonias religiosas. Nadie discutía en Santiago que el ambiente político estaba provocando serios problemas entre la iglesia y los distintos pensamientos laicos que pugnaban por dominar a la sociedad. Si los liberales se habían declarado en abierta rebeldía contra el poder eclesiástico, los nuevos radicales, esos ateos rojos sin Dios ni ley como ya se les identificaba, se volvían extremadamente peligrosos. Y esa era la razón por la que el padre Ugarte se había empecinado en hacer de este 8 de diciembre una fiesta religiosa inolvidable.
Las hermosas mujeres entran al templo. |
A las tres de la tarde nos retiramos de casa de los Claro Solar y, al pasar cerca de la plazoleta de la Compañía de Jesús ya se apreciaba una gran cantidad de señoras y familias completas que se preparaban para ingresar al templo, llevando los choapinos enrollados, único asiento para las mujeres que asistirían a la ceremonia. La ansiedad por ingresar era notoria; lo más importante era lograr una buena ubicación en el estrecho templo, estar lo más cerca del púlpito donde, según aseguraban, iba a predicar el mismísimo obispo Eyzaguirre.
Pudimos observar a las damas que comenzaban a ingresar al templo, luciendo hermosos vestidos negros, o con los últimos avances de la moda. Crinolinas de suave textura, los polizones y armados de alambre de las faldas, y las fajas francesas o inglesas, acentuaban el donaire y enclaustraban las cinturas de las cientos de damas y jovencitas que entraban en una procesión espontánea.
Nos detuvimos un instante para disfrutar el espectáculo, pero después de unos momentos preferimos regresar a casa.
-Noté muy angustiado a José Luís.
-Razón tiene, querida Rosario. Estoy de acuerdo con sus temores. Piense que algo sé de arquitectura, y el edificio de ese templo no da ninguna garantía con todos los arreglos que le han hecho. Si ocurre una tragedia, que Dios no quiera, la estructura no lo resistiría. Vamos a casa, para que se arregle para ir a su misa y a las seis voy a salir por un momento. Tal como usted lo sabe, José Luís me pidió que lo acompañara mientras Amelia va al templo de la Compañía.
La aristocracia de la palabra orgullosa y el silencioso caminar de la servidumbre, mujeres y niños de todas las clases, va tomando ubicación en las distintas divisiones internas del templo, mientras las miradas se van deteniendo en cada maravilloso arreglo que lo adorna. Cientos de guirnaldas de flores, fabricadas primorosamente en papel, tela y cera, recorren la imponente techumbre, juntándose en la cúpula central, como dedos de amor que ascienden a lo alto. A la izquierda, cerca de la sacristía y del lugar que ocupa el altar mayor, destaca el pequeño altar dedicado al Señor Crucificado, expresión del dolor humano y divino. A la derecha, donde la nave remata con la Capilla de San Ignacio, las mujeres comienzan a llenar los espacios, a extender sus pequeñas alfombras, a instalar a los niños y a las criadas, para que se embelesen de tanta belleza mística. Y las que van llegando después ocupan, a la izquierda, los altares de San Francisco de Paula, de Santa María Magdalena y de nuestra Señora del Tránsito.
Doña Candelaria Oróstica de Martínez se coloca con su familia en el Altar del Arcángel San Rafael, a la derecha del pasillo central. Y junto con ella, una a una, lo hacen sus hijas Carmen y Juana Martínez, mientras la pequeña Jesús se acomoda en su amplia falda. Casi sofocada, llega Mariana Silva de Oliva, que le saluda con una sonrisa. La joven Enriqueta, su hija, con hermosos dieciséis años, va primorosamente vestida.
-Pertenece a las Hijas de María- comenta dona Candelaria a sus hijas.
La familia Oliva llega engalanada. Si hasta su hijo Juan de Dios Segundo, un muchacho de solo 10 años, luce ropas de fiesta.
-¡Mire, mamá! Es Doña Concepción Lucero, y viene con mi amiga Natalia Orrego. Llámelas, por favor.
Dejé a Rosario en la puerta principal del templo y me despedí con cierta angustia.
-Se la contagió José Luís- me dice sonriente.
-No sé, Rosario. No me siento tranquilo con tanta temperatura y esas guirnaldas de papeles colgando. Si no se siente bien, vuelva a casa. ¿Me lo promete?
-Se lo prometo. Y si me lo permite, quiero decirle que le amo profundamente.
Sus ojos brillaban intensamente, dando a su rostro una vida que me encogió el alma.
-Yo la adoro, Rosario. Es por eso que le pido que se cuide.
Me alejé mirándola ingresar. Antes de entrar giró hacia mí, me hizo una leve reverencia y se despidió saludando con su mano en alto.
Lentamente, como preparándose para la gran función, se va llenando el reducido espacio, y la admiración por el decorado se mezcla con los saludos, las risas de los niños y las conversaciones de las señoras mientras las sirvientas vigilan que los pequeños no vayan a destrozar los bellos arreglos florales. En un rincón, las mujeres del pueblo se confunden con las familias más importantes. María Ortiz, la cocinera de 40 años que trabaja en casa de los Luco; y las dos sirvientas Juana Muñoz, que siempre se han reído por la similitud de sus nombres, se sientan juntas al lado del altar de San Francisco Javier, dejando tímidamente las mejores ubicaciones a las señoras y sus familias. Y aprovechan de conversar la Juana de 14, con la Juana de 25.
Son las seis de la tarde y casi dos mil personas repletan el templo, que comienza a iluminarse, tarea que va a requerir un complejo trabajo ya que son mas de siete mil las lámparas y velas que deben encenderse antes que comience el oficio. Tanto esplendor comienza a sofocar el ambiente, pero a medida que se prenden las luminarias, la sensación de magnificencia es cada vez mayor. Ya nada importa, ni los saludos ni las conversaciones. La masa humana que aún intenta presionar en las puertas para ingresar, observaba atónita tanta belleza. Un lugar destacado ocupa la atractiva hermana del Intendente de Santiago, doña Mercedes Bascuñan Guerrero; más allá, las hermosas hijas de Joaquín Munita. La magia de la luz mantiene los rostros inmovilizados, contemplativos.
Mientras me alejaba, una gran cantidad de señoras apresuraba el paso para no quedar fuera, y quedé impresionado por la fuerza de esas damas que, a empujones, intentaban ingresar. Seguí mi camino hacia el café donde me estaría esperando José Luís. Alcanzo a divisar a la hermosa Amelia que, junto a una amiga, llegan hasta la puerta poniente del frontis.
En medio de la lucha por ingresar, Amelia piensa en las palabras de José Luís y, cambiando de opinión a última hora, se despide de Rosario Leiva que ya ha logrado entrar, a empujones.
-Usted se lo va a perder, mi amiga-, alcanza a escuchar. Pero tanta iluminación y tanta gente le asustan. Y prefiere observar desde la gran puerta, mientras decenas de mujeres y niños colman la explanada frente al templo, en un desesperado intento por lograr un lugar.
Faltando pocos minutos para las siete, el templo ya esta completamente iluminado y lleno de fervorosas familias. Solo falta prender la hermosa media luna de vidrio colmada de parafina y de la cual emergen los quemadores que serán el centro de atención. Junto a la media luna, impresionantes coronas de flores de tela y cera, y detrás, el gigantesco lienzo que representa a la Virgen María, y que se ha terminado de pintar esa misma tarde. Su fuerte olor a aceites y trementina invade el altar mayor.
Es casi imposible intentar avanzar por los pasillos, tratando de no pisar a las mujeres sentadas y apretujadas en medio de un calor sofocante, con los amplios vestidos inflados por las tiesas crinolinas y donde las joyas lanzan sus destellos desde collares y pendientes. Rostros embelesados contemplan el trabajo del encendido de las lámparas y luminarias.
Ya no cabe nadie. ¿Mil, dos mil, tres mil personas? Rosario Leiva, la amiga de Amelia, ha logrado alcanzar hasta el altar de Nuestra Señora del Tránsito, y se apoya en la columna de ladrillos estucados de blanco. Siente la desagradable sensación de estar transpirando, y seca la perlada frente con su pañuelo de encajes mientras sus ojos recorren el impresionante espectáculo. El alto techo está cubierto de largas guirnaldas de flores de papel, que unen el altar mayor con la entrada principal de calle de la Compañía. En cada muro se han instalado lámparas de vidrio que contienen parafina. “¿Serán cien, o más las lámparas encendidas? ¡Que belleza!”. Cada altar ha sido primorosamente arreglado y un par de niñitas de vestido blanco custodian las imágenes. “Deben ser las Hijas de María,… pobrecitas, el calor que deben sentir”.
La esbelta Rosario Leiva siente una inquietud en el pecho. Las grandes lámparas de hierro repletas de velas de cera ya iluminan los pasillos y sus ojos se detienen finalmente en el gran lienzo con la imagen de la Virgen y en la media luna de cristal con mecheros que apenas alcanza a divisar a través de las cabezas cubiertas de mantos y mantillas. Hay un hombre que esta encendiendo el primer mechero. Será mejor rezar un Avemaría y esperar a que comience la ceremonia.
El altar mayor ya tiene encendidas sus casi dos mil velas y el sacristán abre la llave de salida del gas para encender la media luna. Al accionar la llave ésta no responde y prefiere entonces encender el mechero del costado opuesto. Abre la segunda llave y escapa un violento chorro de gas que genera una gran lengua de fuego que se eleva hacia el techo.
-Si comienza a las siete, como dicen, nunca antes de las ocho y media las tendremos de vuelta, José Luis.
Al llegar a la cafetería tengo la grata sorpresa de encontrarme con Manuel Recabarren y Ángel Custodio Gallo, los que están compartiendo la mesa con José Luis.
-¡Vicente Marcoleta! ¡Qué gusto me da verle después de tanto tiempo!- me alcanza a decir Manuel mientras me estrecha en un fuerte abrazo. –Por José Luis he sabido de sus éxitos profesionales, y créame que me alegro profundamente. Y lamento mucho lo ocurrido a la señora Rosario.
Manuel Recabarren, José Luis Claro y Ángel Custodio Gallo se han juntado en la cafetería del Hotel Aubry, a escasos metros del templo. La discusión sobre estas festividades religiosas ha ocupado gran parte de las páginas de la prensa y de los debates del congreso. Los liberales radicales y masones, como Gallo y Recabarren, se han fijado como meta conquistar la libertad de pensamiento y terminar con estas ceremonias que, lo señalan sin temor y con una profunda convicción, solo intentan mostrar el poder que aún ejerce la iglesia.
-¿Alcanzaste a ver el templo por dentro, José Luis?- le pregunta Manuel.
-En verdad, no he pasado por ahí y es más, le pedí a Amelia que no fuera. Aunque es tan porfiada que debe estar ayudándole al monaguillo a encender las velas. ¿Usted alcanzó a ver algo, Vicente?
-Sí, dejé a Rosario y me quedé tan preocupado como usted. Se veía terriblemente iluminado.
-¿Y, usted, Manuel?
-También vi algo, porque llevé a mi hermana y a unas amigas de ella. Y apenas logré dejarlas en un lugar cercano al altar principal, a unos veinte metros más o menos. Y eso que aún faltaba más de una hora para el inicio. Debo reconocer que el espectáculo es impresionante. ¿Y, qué le trae por estos lugares, amigo Ángel Custodio?
Ángel Custodio Gallo hace un leve gesto de modestia, mientras huele la taza de café. Es un hombre delgado, de atractiva figura y rostro fino, enmarcado por una barbilla y bigotes pulcramente recortados. Personaje de gran fortuna tras sus aventuras mineras y el respaldo de su poderosa familia, ha dejado atrás los ejércitos revolucionarios de hace cuatro años, pero mantiene sus ideas y posiciones políticas. Es gran maestro de la masonería porteña y junto a un grupo de amigos intenta establecer una nueva sede en la capital.
-Para eso he venido, Manuel. Para que usted y gente de su calidad instale una filial de la logia en Santiago.
-¿Me permite una consulta, apreciado amigo?– José Luis Claro se siente atraído por la capacidad inagotable de Gallo, por sus éxitos económicos y su mirada romántica y revolucionaria. – Cuénteme por favor de la Asociación de Bomberos Voluntarios de Valparaíso. Tengo entendido que allí también ha alcanzado los máximos cargos.
Los ojos de Ángel Custodio Gallo brillan.
-¡Ah, mi amigo! Nada, y créame lo que le digo, nada puede comprarse a la asociación de bomberos voluntarios que se fundó hace ya doce años. Es imposible de explicar la sensación maravillosa de ver a tantos jóvenes altruistas, que solo piensan en servir al prójimo, cuando sabemos que esta sociedad es tan terriblemente apática y egoísta. Si tiene un minuto, permítame contarle algunas cosas.
-¡Fuego!
Como impulsados por un resorte, miramos a un muchacho que pasa corriendo.
-¡Fuego! ¡Fuego! ¡Se quema la iglesia!
Sorprendidos y violentamente impactados, salimos a la calle y miramos hacia el poniente. Una gran columna de humo se desprende en esos momentos desde las torres de la iglesia de la Compañía. Sin decirnos una palabra corrimos hacia el lugar.
El templo envuelto en las llamas (Cuadro del autor). |
La apacible ciudad se ha convertido en segundos en un caos de angustia indescriptible. Ángel Custodio Gallo es el primero en llegar hasta la plazoleta y queda inmovilizado por el espanto. Yo corro hacia la masa de mujeres que intenta salir. El Templo de la Compañía de Jesús está envuelto en una gran nube de humo y poderosas columnas de fuego intentan abrirse paso entre los cuerpos de las miles de personas que repletan el recinto. Los gritos de terror se multiplican por mil y en la gigantesca bóveda, convertida en un infierno, comienza a desarrollarse una de las escenas más dantescas que ha vivido la ciudad. Mujeres ardiendo logran salir trepando por sobre los cuerpos que han bloqueado las puertas. Todos tratamos de rescatarlas, policías, esposos, hijos, en medio de una desesperación titánica.
El fuego, que se iniciara en la media luna de vidrio repleta de parafina, había inflamado el lienzo de la Virgen María y luego de prender las coronas y guirnaldas de papel se ha elevado hasta el techo, inflamando las recalentadas flores y adornos que recorren a lo largo la bóveda del templo. No han pasado ni siquiera cinco minutos desde el inicio del incendio, y ya las llamas coronan la cúpula, desde la que surgen intermitentes llamaradas que se elevan por los respiraderos de la construcción. En su avance, el fuego alcanza las lámparas de parafina, que estallan por la temperatura, derramando su líquido ardiendo sobre la masa de asistentes a la ceremonia.
En pocos minutos, un lago de parafina encendida envuelve a los miles de asistentes. Los gritos se oyen a dos cuadras de distancia, provocando una sensación de terror en las calles que rodean la iglesia.
-¡Que traigan los bombines de la artillería!- alcanza a gritar Gallo mientras se arroja a la masa de brazos que pide socorro. Desesperados, y casi al borde de la locura, trepamos por el muro humano y buscamos en ese infierno a nuestras esposas.
José Luis Claro se toma a cabeza con las manos. Las puertas están bloqueadas de cuerpos.
Henry Meiggs, de heroica actuación. |
– ¡Amelia, por Dios Santo!– y tomando aire en los pulmones se une a las cuadrillas de rescate que intentan desprender a las aterradas mujeres de la trampa mortal de brazos, piernas, cabezas y de sus propios vestidos armados de alambre. En un momento en que logro mirar hacia el interior quedo aterrorizado. Cuerpos ennegrecidos caminan lentamente, las cabezas ardiendo como antorchas. Desde el cielo cae una lluvia de fuego y maderos encendidos.
-¡Ayúdenme!
El grito lanzado por el representante de la Legación norteamericana, mister Nelson, nos despierta de la pesadilla. Por una brecha entra Henry Meiggs, empapado en agua, para sacar una, dos mujeres. El joven Buenaventura Cádiz logra arrancar de la maraña de brazos a una niñita de escasos años. Los actos de heroísmo y entrega son impresionantes, pero insuficientes. Thomas Braniff, que también ha llegado al lugar, intenta rescatar a las mujeres que corren despavoridas, que abrazan a sus pequeños hijos, que se tapan los rostros quemados para ocultar su dolor.
Manuel Recabarren ha trepado por la muralla de brazos, intentando buscar inútilmente el rostro de su hermana, pero es atrapado por esos mismos brazos que buscan desesperadamente la salvación de una muerte horrorosa. Recabarren logra desprenderse, ayudado por Meiggs. Los gritos de horror aumentan cada vez más, en momentos en que las torres empiezan a botar su carga mortal hacia el interior. Los esfuerzos han permitido rescatar a las tres hermanas Gacitúa, que lloran de angustia. Sus rostros y manos están quemados, ¡pero viven!
José Rafael Echeverría, vecino del templo, no ha descansado un segundo desde que las primeras chispas comenzaron a caer sobre el techo de su casa, situada en la esquina nororiente de la calle de la Bandera y de la Compañía. Un fuerte viento sur lanza millones de chispas sobre la construcción, donde funciona la librería y agencia de El Mercurio, amenazando la manzana que termina en su extremo contrario en el edificio de la Catedral Metropolitana.
-¡José Luis!
Esa voz le desata un vuelco en el corazón. El hombre gira temiendo equivocarse.
-¡Amelia! ¡Por Dios, Amelia, mi amor, temí lo peor! - José Luis la aprieta contra su cuerpo, la estrecha, fuertemente.
-Tenías razón, tenías razón. Por favor, hay que buscar a Rosario Leiva.
-No te muevas de aquí, no te muevas. Trataré de encontrarla.
El fuego envuelve a las aterrorizadas mujeres. |
-¡A mí! ¡A mí! ¡Sáquenme a mí!
Los más desgarradores lamentos se escuchan en el interior del templo.
En la plaza vagan mujeres y niños ausentes, de ropas hechas jirones y rostros y manos inflamados. Una manta, un poncho solidario cubren su dolor. Es la muerte aniquilando a las víctimas frente a los ojos de sus parientes y amigos, que impotentes las ven morir. Busco entre esos fantasmas a mi Rosario, sintiendo el corazón apretado por la angustia.
El fuego se desliza, líquido, por debajo de aquellas que aún se encuentran en el interior y las envuelve en una mortaja naranja y caliente. Finalmente, y como una apoteosis a la agonía, se derrumba la cúpula central y el campanario.
La plaza se llena de tierra y humo.
Unos escasos suspiros de dolor.
Un llanto quieto.
Son las ocho y cuarto de la noche. Una hora de pesadilla ha terminado.
Silencio total.
Los que hemos presenciado este horroroso drama nos quedamos inmóviles, como un parque fantasmagórico de estatuas llorosas contemplado el gran horno en el que han sido sacrificadas tantas vidas. Los muros de piedra y ladrillos, enrojecidos, iluminan desde el interior del templo convertido en un infierno. Bascuñan Guerrero, intendente de Santiago, cierra los ojos pensando que, por fin, su hermana ha dejado de sufrir. A su lado, el presidente de la república José Joaquín Pérez, los ministros, funcionarios y oficiales del ejército, contemplan estremecidos la escena.
El comandante Manuel Chacón. |
Manuel Recabarren abraza a José Luis y llora desconsoladamente. Yo estoy petrificado, preso del dolor más intenso que jamás he sentido. Meiggs pasa a nuestro lado.
-Thousands, Thousands - Ennegrecido y agotado, trata de describir a un periodista de El Ferrocarril la magnitud del drama y la cantidad de muertos. La plaza es un remolino de angustiados seres preguntando por sus parientes, tratando de reconocer a sus deudos en las hileras de cuerpos semiquemados que las patrullas van alineando en la calle de la Bandera. A lo largo de las cuadras que rodean al templo, manos caritativas, policías, y soldados, van depositando los cuerpos mutilados.
Más allá, el Comandante Chacón ayuda a depositar a las víctimas en los carretones de la policía para trasladarlos hacia el hospital San Vicente, o simplemente a su cuartel. Luego se despide de nosotros y se retira para coordinar la macabra tarea de reconocimiento.
1863. 9 de Diciembre.
La madrugada.
He pasado toda la noche buscando a Rosario entre los heridos, intentando adivinar su rostro entre los cuerpos quemados. Es un terror imposible de describir.
Pero, nada.
A la una de la madrugada, en la plazoleta de la Compañía reina un mudo silencio. Sólo el ruido de los pasos de las patrullas de soldados o algunas personas que, como yo, deambulan aún impactadas por el martirio de tanta gente. Guillermo Matta ha vuelto al sitio luego de descansar un rato de la agotadora tarea de rescate. Los tizones aún arden y chisporrotean sobre cientos de cadáveres destruidos, semidesnudos, horriblemente mutilados. Las grandes puertas han sido despejadas poco a poco. Y lo veo, como un sonámbulo, ingresar al templo aun tibio. Entro junto a él.
Un grupo de mujeres arrodilladas aún mantiene sus brazos alzados pidiendo la salvación. Son estatuas muertas. Hacia las naves laterales, protegidas por los arcos de ladrillo, hileras de mujeres que habían huido de la cascada de fuego están apretadas contra el muro aún caliente. Madres con sus pequeñas hijas en brazos, cuerpos desgarrados, terriblemente quemados pero que se han mantenido en pie.
Matta sigue avanzando hasta el sector del presbiterio. Allí la escena es aún más terrible. Si lo que ha visto le semeja una larga procesión de estatuas, aquí el drama se hace evidente. Ese lugar era la salvación, pero el deseo de escapar ha hacinado cientos de cuerpos que lucharon por sobrevivir, y las expresiones del terror y de angustia aún se conservan en sus rostros grises. La luz de la luna marca aún más esas facciones, iluminadas a veces por los resplandores naranjas de los tizones que aún arden.
Me estremezco al descubrir el cuerpo de una mujer joven que está apoyada en una de las columnas, seguramente muerta por asfixia. Ha quedado inmovilizada, con la frente inclinada. Me acercó con temor y giro a su alrededor para ver si es el rostro que busco.
No me atrevo a mirarla, pero finalmente lo hago.
Es mi Rosario.
Está blanca como el mármol, con su pelo y vestido orlado de cenizas. Está quieta, sin miedo en su rostro.
Con los ojos nublados busco a Matta. Intento llamarlo, gritarle, pero no me sale la voz. Miro a Rosario, pero no me atrevo a tocarla. Me da miedo que se deshaga en cenizas. Está tan bella. No hay sufrimiento en su rostro, con los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo.
Decido quedarme a su lado para que nadie la toque.
Con las primeras luces del alba empezaron las cuadrillas a retirar los cadáveres. Manuel Chacón me volvió a la realidad.
-Salga de este lugar, Vicente- me dijo con una cálida voz. –Nosotros nos encargaremos de la señora Rosario. Ya nada tiene que hacer usted aquí.
Me apoyé en él y lloré desconsoladamente. Estaba viviendo una pesadilla que no terminaba jamás. ¿Qué decirle a Isidora? Me moví como un sonámbulo entre los grupos de soldados y policías, mientras veía a distintas personas identificando a sus muertos; pero no escuchaba ruidos ni llantos. Solo un silencio asfixiante.
Mientras los cadáveres eran retirados en los carretones de la policía, me hundí en el dolor.
Que triste, describe bien como debe haber sido esa tragedia y el heroísmo de las personas que ayudaron
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