viernes, 6 de mayo de 2011

1886. Los funerales de Benjamín Vicuña Mackenna.



La ciudad de Santiago se había preparado desde tempranas horas para recibir al cortejo fúnebre. Negros crespones en balcones y ventanas, coronas fúnebres en los principales edificios, banderas enlutadas en las oficinas de gobierno, que van abriendo un callejón de espera doliente, como si la ciudad se arrepintiera de sus pecados; tarde, como siempre.
Santiago de Chile guarda luto por un incomprendido innovador, el primero en usar el tren como un medio eficiente de campaña política cuando fue candidato a la Presidencia de la República. Y también guarda luto por la traición de sus pares, porque el hombre que debió haber sucedido a Errázuriz Zañartu en la presidencia fue dejado de lado por su propio partido en plena campaña política, inclinando la balanza por el silencioso Aníbal Pinto.
Ahora, el mismo tren de sus históricas campañas y encendidos discursos le traería de regreso a la capital.

A las nueve de la noche, el convoy procedente de Santiago con la delegación de bomberos se detuvo en la oscura plaza de Quillota, un cuadrado de tierra con escasos árboles, como todas las plazuelas de un país que seguía durmiendo el sueño colonial.
-Los restos de don Benjamín Vicuña Mackenna serán trasladados a Santiago en este mismo tren, mañana a las ocho y media-, informa el gobernador Marcelino Vergara.
La autoridad local ha definido el programa y no habiendo otra alternativa, los bomberos resuelven quedarse en el pueblo para esperar la llegada “del cadáver del que fuera querido director y miembro honorario”, como anotaría en el Libro de Guardia un inspirado Antonio Cárdenas, luego de regresar a la capital.

No es mucho el tiempo que queda para el descanso, pero suficiente como para estirar las piernas, relajar los músculos, aceptar un caldo de una gentil quillotana para entibiar los adormecidos huesos y una invitación nerviosa en territorios desconocidos. La cantina de Rosales ha abierto sus puertas para esperar a los visitantes, y las chinganas del callejón de Prat entregan generosamente su sonido de arpas y guitarras.
Eduardo Kinast ha llegado desde el Perú  en los momentos en que se daba la triste noticia,  y había viajado en el tren junto a sus compañeros. Ya libre de la formación, se aventura con un grupo de bomberos hacia las calles semi oscuras, en busca de jarana y distracción.
-¡Un ponche para los bomberos!-, pregona una regordeta mujer, y las niñas le ponen más fuerza a las guitarras, mientras las copas de grueso vidrio se van llenando de alcohol.
-¿Me puede decir qué hace una lindura como usted en un pueblo tan aburrido?- ataca de inmediato Kinast, arrimándose a los costados de una muchacha de negras trenzas.
-Esperando a un guapo como usted, caballero- retrueca la avispada chiquilla y enlazando el brazo con el fornido Kinast lo desafía. –Aquí vamos a saber si los bomberos son tan ardiente como dicen por ahí.
-De eso, negra linda, vas a quedar más que convencida.
A pesar de ser noche de duelo, las guitarras tardaron en callarse para dar paso a una desenfrenada búsqueda de mujeres, mientras las grandes poncheras no cesaban de prodigar su lujurioso sabor.
En la calle oscura el movimiento tampoco ha cesado debido al constante ingreso de innumerables coches que han acompañado al carro mortuorio durante su viaje a Quillota.

                                                          

Llegamos al amanecer mientras el sol va perfilando los caserones y bodegas que han surgido en torno a la estación de ferrocarriles. Alcanzo a divisar pequeños grupos de bomberos que van apareciendo desde posadas, cantinas y casas particulares donde han disfrutado de los afectos de mujeres que nunca más volverán a existir, poco acostumbradas a tantos señoritos vestidos con uniformes tan llamativos.
Pero no hay tiempo de sonrisas. El atento Arturo Santos me ha traído el uniforme, y me visto rápidamente. Comienza la primera parte de la ceremonia y hay que formar en las filas.
Y cuando todo parece adquirir un cierto orden, la calma se rompe en mil sonidos de banda. Es el batallón cívico el que abre el cortejo fúnebre que trae los restos hacia la estación; más atrás, una sección de voluntarios de la 3ª arrastra a mano el carro enlutado, reemplazando así a los corceles que lo han traído desde la hacienda de Colmo. La muchedumbre, ahora silenciosa, escucha los discursos de rigor, mientras algunas niñas cruzan sonrisas cómplices con los bomberos. Pero basta una orden para transformarlos en estatuas inmóviles envueltas en casacas rojas, pantalones blancos y altas botas de negro y brillante charol. Es un espectáculo nunca antes presenciado en el pueblo.
Finalizan los discursos y filas de manos transmiten sus condolencias al hermano de Vicuña Mackenna y a las autoridades, a quienes pocos conocen, pero que obligan a los más exagerados saludos.
Mientras, la guardia de honor ya ha depositado el féretro en el interior del vagón mortuorio cuidadosamente decorado.
Pitazos, sones marciales y pañuelos blancos. El tren iniciaba su lento regreso a la capital. 

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