Del libro "Fuego"
1864. junio 7.
Incendio en el Convento de las Monjas Agustinas.
Durante el día de hoy no ha cesado de llover, y con tal fuerza que el empedrado de las calles está cubierto por pequeños riachuelos de agua. Luego de decir las buenas noches a la criada que me habían mandado los Claro Solar, me tendí en la cama. Mi cabeza giraba entre el rostro de Rosario y las lágrimas de Leonor. Tal como lo había amenazado, me dejó para volver a Copiapó. Y la sensación de soledad nuevamente me envolvía. Hacía frío esa noche, y sin darme cuenta me fui quedando dormido.
Me despertó el sonido de las campanas de las iglesias llamando a fuego.
Me abrigué bien y vestí mi uniforme, calzándome las pesadas botas. Eran pasadas las ocho treinta de la noche cuando salí a la avenida Alameda. Hacia el centro, en dirección de la plaza, se veía una gran nube naranja que ascendía al cielo. Corrí las seis cuadras que me separaban y llegué al lugar de la alarma. Una vez más era el convento de las Monjas Agustinas, pero ahora ardía un almacén que daba a calle de Ahumada y parte del edificio de las religiosas. La Bomba Poniente había instalado sus pitones por el frente del incendio mientras las del Sur y del Oriente atacaban por los costados. La calle era un caos de movimiento, bomberos, auxiliares pulsando las varas de las bombas a palancas, las mangueras que formaban una maraña sobre el piso inundado y la lluvia que caía a torrentes sobre nosotros.
-Vicente, ubique al teniente primero y suba a ayudarle- me gritó José Luis al verme llegar.
Trepé una escala de la compañía francesa y avancé por sobre las tejas sueltas, que se desprendían al solo pisarlas y llegué hasta un grupo de compañeros que se recortaban contra la inmensa hoguera.
-¡Teniente!- le grité a Ramón Abasolo.
-Ayude aquí, señor Marcoleta. Necesitamos ayuda para apagar ese entretecho.
Me acerqué al pitonero, que resistía a duras penas el peso de la manguera. Era Francisco Bravo, quien ayudado por Adolfo Aravena, sostenían todo el peso de la presión de agua. Me puse detrás de Bravo para sostener la manguera, aliviándole su trabajo con el pitón.
-Gracias, Vicente. Ya no aguantábamos más- me dijo con una sonrisa.
Y ahí nos quedamos, como clavados al techo, lanzando los gruesos chorros de agua hacia las llamas que danzaban frente a nosotros. Temía que el suelo se nos hundiera por el peso, por lo que le insinué a Abasolo que mandara a Aravena a descansar.
-Está bien- me dijo, y un agotado Adolfo bajaba por la escala, semi asfixiado por el humo.
Estábamos trabajando en el techo cuando sentimos un fuerte crujido y de inmediato se precipitó un trozo del techo hacia la calle. Escuchamos gritos.
-No se muevan de aquí. Voy a ver qué está sucediendo- nos ordenó Abasolo y caminó equilibrándose por sobre las tejas. Nos quedamos esperando su información mientras barríamos las encendidas vigas con el chorro. No pasarían dos minutos cuando regresó el teniente a nuestro lado.
-El director está herido en una mano y Castro recibió la caída de las tejas en su cabeza.
Había visto al sargento de la primera sección, Adolfo Castro Cienfuegos, a la entrada del incendio. Seguramente estaba haciendo funcionar la bomba a palancas cuando recibió el golpe.
-¿Es muy grave lo de Castro?
-Quedó inconsciente y lo están atendiendo junto a la máquina. Tengan cuidado, porque el techo está débil, y se cimbra al caminar sobre él. Será mejor que bajemos los pitones y trabajemos por el interior de la construcción.
Bajamos arrastrando las mangueras e ingresamos por el acceso principal del Convento. Las reclusas se ocultaban a nuestro paso, por tratarse de monjas de claustro.
-Voy a decirle al teniente Garfias que baje a sus pitoneros. Quédense aquí.
El fuego era intenso, corriendo por las vigas y los entretechos.
-¿Quieres pitonear un momento?- Bravo me presentaba el largo pitón de bronce.
-Está bien. Pásamelo.
Al tomar el pitón sentí la violencia de la presión de agua liberada. Bravo me afirmó.
-Váyase acostumbrando mi amigo, porque al parecer tenemos trabajo para un largo rato.
Y así fue. A nuestro lado competían con nosotros los bomberos de la compañía del Sur, que lucían un número dos en sus cascos, y los franceses de la cuarta de agua. Y así estuvimos por lo menos una hora hasta que las llamas comenzaron a desaparecer. Llegó Abasolo con otros dos voluntarios para que nos reemplazaran y salimos a la calle.
No paraba de llover, y al ver a José Luis junto a Minor Meiggs, con la banderola del capitán, y al corneta Emilio Llona, me acerqué a ellos.
-Con su permiso, capitán.
-Vicente. Dígame.
-Quería saber cómo seguían los heridos...
-El director tiene solo una herida en la mano, pero Castro está seriamente golpeado. Ya recuperó la conciencia, pero le duele la espalda y la cabeza. Hay que trabajar con mucho cuidado, porque el edificio es viejo.
-Y las vigas están quemadas, lo que convierte el techo en una trampa.
-Así es. Descanse un rato que tenemos por lo menos hasta medianoche aquí.
Comenzaba a retirarme hacia el lugar en que trabajaba la bomba a palancas, cuando sentimos un fuerte derrumbe en el lado de calle de las Agustinas.
Corrimos hacia ese sector para ver si había bomberos heridos. En ese momento sacaban a nuestro compañero Vital Martínez tendido sobre una escala corta. Se quejaba y su rostro mostraba los efectos de los golpes recibidos.
-Tiene quemaduras leves- nos aclaró el teniente Rafael Garfias –y varias contusiones en el cuerpo.
Vital Martínez estaba apagando los escombros sobre el techo en que yo había estado, cuando éste se hundió, arrastrándole hacia el interior junto a vigas y tejas que le golpearon al caer.
Este incendio era nuestro real bautismo de fuego.
Cerca de la medianoche se nos acercó el comandante Ángel Custodio Gallo.
-De por terminado el trabajo de su compañía, capitán, y luego de guardar el material puede retirarse.
-A su orden señor comandante.
Observaba a José Luis, obedeciendo la orden que se le daba. Y creció aún más mi admiración por mi buen amigo.
A las doce de la noche llegábamos al cuartel de Santo Domingo arrastrando las bombas. Mientras los auxiliares limpiaban las mangueras y pitones, pedí permiso para retirarme.
-Lo llevo, Vicente- me dijo el teniente Manuel Domínguez, quien vivía a dos cuadras de mi casa.
-Gracias, Manuel. Acepto encantado su oferta.
Mientras dejaba el uniforme completamente mojado en el baño, me sentí nuevamente solo. En mis momentos de agobiante soledad comencé a anotar en un cuaderno los hechos que había presenciado. Anotaba frases sueltas, datos, conversaciones, mi encuentro con Vivaceta, con José Luis y Benjamín, y empecé a guardar esa información en hojas sueltas que metía en carpetas y que me han servido para escribir estos recuerdos. Reconozco que, desde la fundación del Cuerpo de Bomberos, me había alejado de la política, veía poco a mis viejos amigos de los tiempos de las revoluciones, y entre las construcciones, la niña, mis penas y la bomba, poco espacio me quedaba para las visitas.
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