Las alegrías y las tragedia de un pueblo se van cubriendo de
olvido, y la única forma de mantenerlas vivas es recordándolas cada cierto
tiempo. En medio de la locura ciudadana, que significa movilizarse por una
ciudad cada vez más grande y congestionada, donde el ruido es tan habitual que
ni siquiera nos damos cuenta, de pronto surge la necesidad de detenernos un
instante, mirar los viejos muros de catedrales y palacios, redescubrir el
sonido del agua cristalina de alguna fuente, y evocar las imágenes de un pasado
que se resiste a desaparecer en el olvido.
Y para eso están estos encuentros con nuestra historia.
Y un tema que nunca debemos dejar
de recordar ocurrió hace casi ciento cincuenta años en esta ciudad de Santiago.
La tensión política y religiosa había ido en aumento a medida que surgían
nuevos pensamientos, provenientes de las nuevas tendencias europeas. Los antiguos liberales pasaban a ser
conocidos como liberales radicalizados, o simplemente radicales. Y una sociedad
aún colonial como la nuestra, donde la presencia de la iglesia era fuerte y
dominante, necesariamente tenía que entrar en conflicto con las nuevas ideas
revolucionarias de entonces.
Para qué hablar de esos ateos que
habían traído sus locuras desde Francia, como Santiago Arcos y Francisco
Bilbao. Imagínese usted, que ellos planteaban el predominio de la razón por
sobre la fe, y las ya gastadas ideas de la revolución francesa, como esa
fraternidad universal, esa igualdad como si todos fuéramos iguales… Y esas discusiones
que llenaban las páginas de la prensa y los discursos desde los púlpitos y de
las cámaras de diputados y senadores.
Ese era el ambiente en el país el
año de 1863, cuando el país y el mundo entero se preparaban para celebrar el
mes de María, dogma de reciente creación por la Iglesia de Roma.
El presbítero Ugarte, a cargo del
viejo y mal mantenido templo de la Iglesia de la Compañía de Jesús enviaba,
como lo venía haciendo desde hacía cinco años, las invitaciones para el cierre
de las celebraciones.
Lo más extraño era el
encabezamiento de la nota, donde se invitaba a la última celebración del mes de María. Última celebración del Mes
de María, como si el mensaje hubiese sido escrito como una gran despedida, o
como una feroz advertencia.
Y ese martes 8 de diciembre
comenzaron a salir desde sus casas las familias completas para asistir e la
gran misa de cierre en el Templo de la Compañía de Jesús.
Ese año 1863 había quedado
marcado por la visita de una escuadra española a Valparaíso. Ni más ni menos
que una gigantesca expedición científica había recorrido Brasil, Uruguay y
Argentina, arribando al puerto de Valparaíso donde eran recibidos como los
chilenos saben hacerlo con sus visitas importantes. Incluso, una impresionante
recepción en el Teatro de la Victoria del puerto había congregado a toda la
sociedad de aquella época.
Los gallardos oficiales españoles
de los navíos de guerra habían establecido exquisitas relaciones con las bellas
muchachas porteñas, y más de algún idilio imposible nacía con el lento mecer de
las olas.
El comandante de la expedición,
que más que científica parecía militar y de guerra, se llamaba don Luis Pinzón
y descendía de aquellos navegantes que acompañaron al almirante Cristóbal Colón
en el famoso descubrimiento de América, cerca de 350 años antes. Y como se
sabía descendiente de famosos, miró con cierto desprecio a la concurrencia que
se esforzaba, como siempre lo ha hecho, en ser lo más agradable y simpática con
sus visitas. Y en su brindis dejó claramente establecida esta diferencia entre
europeos y latinoamericanos.
Fue el ministro de Guerra, Manuel
García, héroe de la guerra contra la Confederación perubolivina de 1839, quien
le señaló al presidente José Joaquín Pérez lo extraño de esta expedición
científica. Miren que venir científicos a
bordo de naves de guerra, las más poderosas del mundo, sólo para estudiar la
flora y fauna. Aquí había gato encerrado, insinuó el ministro. Y el tiempo
le daría la razón.
Tal como lo decíamos antes, ese
día martes 8 de diciembre de 1863 el Templo de la Compañía de Jesús se fue
llenando lentamente de una masa de mujeres piadosas. Pero el templo ya no era
como antes. El viejo edificio cargaba una historia de terremotos e incendios
que habían desfigurado su rostro barroco. Y la última tragedia había ocurrido
hacia poco tiempo, en 1841, cuando unos alumnos del Instituto Nacional habían
amarrado una lechuza y luego de echarle parafina, le habían prendido fuego. El
pobre pájaro, aterrado, salió del patio
del Instituto para meterse en la torre de la iglesia que estaba al lado, y que
era la torre de la Iglesia de la Compañía. Como resultado, el templo ardió
completamente. Peor aún, la compañía de
incendios que acudió al siniestro no pudo
hacer nada por el mal estado de las mangueras.
Ese 8 de diciembre der 1863 el
edificio mostraba los últimos arreglos después del incendio. Solo que las puertas
de salida habían quedado más estrechas,
y los amplios pasillos y naves habían sido arreglados para sostener al
edificio, quitando cierta visual a las ceremonias.
Pero a medida que las personas
iban entrando al edificio, sus rostros se iluminaban de emoción. El templo
había sido decorado maravillosamente. Desde lo alto de la cúpula descendían
guirnaldas de papel y cera primorosamente confeccionadas, uniendo las alturas
con el altar y las columnas.
Los altares de los costados, que
eran siete, estaban profusamente decorados con coronas de papel encerado, y cientos de lámpara de parafina
iluminaban el interior del magnífico templo.
Hasta hacía pocos días, los
obreros en sus altos andamios habían estado terminando de pintar la claraboya
del edificio y las decoraciones tan
destruidas por tanto terremoto y el último incendio.
Cuando eran ya las siete de la
tarde de ese caluroso verano, la gente llenaba completamente las naves del
templo.
Siete de la tarde del 8 de
diciembre de 1863. Más de 2 mil personas se van ubicando en el interior del
gran templo. Los monaguillos han
encendido las lámparas y el calor comienza a aumentar mientras las damas, hijas
y sirvientas se van sentando en los choapinos que han traído desde sus casas. Por
ahí se saludan las hermanas Clara y Dolores Gómez con las vecinas de la calle
Dieciocho. Rafaela Garrido tiene 12 años, y pertenece a la congregación de las
Hijas de María, un grupo de jovencitas que cuidan la tradición mariana. Mucho
se habla de esa institución. Los pensadores más ateos acusan a las autoridades
de estar influyendo en las pobre niñas, mientras las autoridades eclesiásticas
defienden a ultranza el espíritu mariano.
Incluso existe un buzón de metal
donde las niñas van colocando cartas dirigidas a la Virgen María.
8 de diciembre de 1863. ¿Qué
pasaba en esos días en el mundo?
En Estados Unidos se encuentra en
pleno desarrollo la Guerra Civil con
violentos enfrentamientos entre los ejércitos del norte y del sur. Ese año se ha declarado en el sur el Acta de
Emancipación que libera a los esclavos negros.
Ese mismo año, Francia invade
México, que va a enfrentar con las armas la agresión. Los franceses bombardean
Acapulco, y ponen sitio a la ciudad de Puebla. Finalmente, se apoderan de
ciudad de México. Asume como emperador el príncipe austriaco Maximiliano.
Mientras, en Londres, se
inauguraba el primer ferrocarril metropolitano, del que derivarán los famosos “metros” del mundo.
En Suiza, Henri Dunant funda la
Cruz Roja, para ir en socorro de los soldados heridos en las guerras.
En septiembre, el gobierno de
José Joaquín Pérez invita al Cuerpo de Bomberos de Valparaíso a participar de
la gran parada militar de las Fiestas Patrias. Luego del desfile, las compañías
porteñas realizan varios ejercicios de demostración en la Alameda de las
Delicia. Detalle significativo, ya que en la capital no existe un servicio
contra incendios voluntario, a pesar de los insistentes reclamos de la
juventud.
8 de diciembre de3 1863 en
Santiago de Chie. El templo de las Compañía de Jesús se va llenando de
feligreses.
Muchas de las señoras que asistían
esa tarde al templo recordaban que el año pasado, como era tradicional al
terminar la misa, se celebraba una comunión general y se entregaban unas hojas
impresas con la imagen de la virgen y un verso dedicado a la hermandad de las
hijas de María. Era el quinto año de existencia de esa joven comunidad, y el
año anterior se leía en el papel: recuerdo de la cuarta comunión de las Hijas
de María.
En la hoja que se repartiría ese
año 1863 venía escrito el siguiente texto. Recuerdo
de la última comunión general de las hijas de María en el año 1863. Y todos
esperaban con ansias el desarrollo de la misa, porque el presbítero Ugarte
había anunciado que daría a conocer un gran secreto.
Faltando minutos para las siete
de la tarde, y con la iglesia ya repleta de fervorosas familias, los
monaguillos terminaron de encender las 7 mil luces. El fuerte calor inundaba
las naves en los momentos en que el sacristán aplicó la llama a la media luna
de vidrio que, llena de parafina, iluminaría la imagen de lo virgen María. Detrás
del altar aún se podía oler la pintura fresca de un gigantesco lienzo al óleo
que representaba a la madre de Jesús.
Fue en ese momento que surgió una
alta llamarada desde la media luna, alcanzando las guirnaldas de papel y cera
que se elevaban hacia la cúpula. Uno de los feligreses se sacó su chaqueta para
apagar el principio de incendio, pero las chispas saltaron hacia todas partes
prendiendo las coronas de papel encerado que se inflamaron por la alta
temperatura ambiente. El grito de ¡Fuego! Aterró a los asistentes a la
ceremonia. Y el pánico invadió los espíritus que hasta ese momento solo
pensaban en disfrutar la ceremonia, y ahora de pronto solo pensaban en como
escapar del infierno.
Un solo grito de terror se elevó
desde el corazón del templo. Como en una tragedia planificada hasta en su
último detalle, el fuego se expandió violentamente por el techo, bajando en
columnas delgadas hacia las lámparas de parafina. En pocos segundos éstas
estallaban dejando caer una cascada de fuego líquido sobre las aterrorizadas
víctimas. Lentamente se iba formando una laguna de fuego que tragaba a las
espantadas mujeres.
Sin posibilidades de salir,
porque las puertas se bloquearon con los cuerpos que intentaban arrancar.
En la calle, solo dolor,
impotencia, sin elementos para combatir el fuego y viendo cómo sus parientes
eran devorados por las llamas frente a sus ojos.
La más grande tragedia de la historia de Chile se desarrollaba frente a ellos.
Lo que siguió es mejor
silenciarlo. Una hora duró el holocausto religioso, hasta que finalmente el
gran campanario y la cúpula del templo se derrumbaron en un gemido final. Las
campanas golpearon contra las piedras dando el último toque de la tragedia.
Fuera, en las calles, el
silencio. Como petrificados, el presidente de la República, los ministros, los
familiares, la policía y los héroes anónimos que habían luchado sin descanso
intentando salvar a tantas víctimas, guardaron silencio.
Las calles se llenaron de hileras
de cuerpos irreconocibles. Y al día siguiente ciento setenta y cuatro veces los
carretones fueron llevando los restos hasta la gran fosa común abierta en el
cementerio. Dos mil personas que fue imposible reconocer por sus parientes,
fueron depositadas en medio del dolor de un pueblo que seguía sin despertar de
la pesadilla que estaba viviendo.
Y vino la reacción y al grito de
¡demoler el templo! se inició el último acto de esa tragedia. Días más tarde,
en la catedral de Santiago se realizaba la misa fúnebre de las dos mil
doscientas víctimas. En la prensa la noticia llenaba páginas y páginas. Y en
los diarios El Ferrocarril y La Voz de Chile apareció un pequeño aviso, de no
más de tres centímetros por uno, en que el ciudadano José Luis Claro hacía un
llamado a los jóvenes de la capital, para reunirse el día 14 de diciembre, a
seis días de la tragedia, para formar una compañía de bomberos voluntarios.
La respuesta fue inmediata e
impresionante. Cien, doscientos jóvenes llegaron hasta la oficina del señor
Claro, solicitando incorporarse a la generosa idea. Y llegaban políticos
destacados pertenecientes a todas las corrientes ideológicas, sacerdotes,
mineros y empresarios, jornaleros y artesanos. Y fueron tantos, que se decidió
citar a una nueva reunión para el día 20 de diciembre en los salones de la
filarmónica. No una compañía sino un Cuerpo de Bomberos iba a nacer ese día.
Doce días habían pasado desde que
la mayor catástrofe de nuestra historia arrebatara a más de dos mil víctimas, y
ya la sociedad reaccionaba como un solo ser ante el llamado de José Luis Claro.
Y se vio al ingeniero norteamericano Henry Meiggs, el mismo que recién
inauguraba la construcción del ferrocarril entre Valparaíso y Santiago; más
allá al padre del radicalismo, Guillermo
Matta, y sus hermanos, y sus correligionarios Ángel Custodio Gallo y
muchos más, todos levantando la mano para solicitar un lugar en la nueva
falange de voluntarios. Y estaban los comerciantes, los mineros, los dueños de
empresas y funcionarios de la compañía
anglo-chilena de gas de Santiago, y la colonia francesa, y todos aportando
dinero y voluntad para fundar el Cuerpo de Bomberos de Santiago.
Cuántos de ellos no habían
perdido a parte de su familia. Si hasta el mismo intendente de la capital,
Francisco Bascuñán Guerrero, había visto desaparecer a su hermana y sus
sobrinas.
Fue un momento maravilloso donde
el drama vivido abría espacio a la esperanza, a la verdadera solidaridad.
La prensa es el mejor espejo de
una sociedad. Y junto a las interminables listas de víctimas identificadas,
aparecían pequeños avisos que ofrecían ataúdes a menor precio, o se describía a
una niñita rubia que buscaba a su familia, o el aviso anunciando casas que
habían quedado absolutamente vacías después de la tragedia.
Del
dolor a la esperanza.
Benjamín Vicuña Mackenna, ese
monstruo creador de textos, recogía toda la información a la que podía acceder
en esos días. Copiaba los artículos de la prensa, asistía a las reuniones de
todas las comisiones que se formaron en esos días. Comisiones para recolectar
fondos para socorrer a las víctimas, comisiones que recorrían los barrios
solicitando ayuda. Vicuña Mackenna escribía día y noche. Y de su pluma febril
nacía un nuevo libro, el Incendio del
Templo de la Compañía de Jesús, que se publicaba impreso el día 28 de
diciembre de 1863. En veinte días había escrito e impreso un libro con la más
completa información del drama vivido por la ciudad.
¡Veinte días!
Por algo, el poeta nicaragüense
Rubén Darío dijo de él, que era el único genio que había producido América.
Ese día 20 de diciembre de 1863
se organizaban los ciudadanos en cuatro compañías de bomberos, tres de agua y una
de guardias de propiedad. Y días después se sumaban los ingleses de la Compañía
de Gas, encabezados por Adolfo Eastman, y formaban la primera compañía de
ganchos, hachas y escalas, y diez días más tarde la colonia francesa sumaba dos
nuevas compañías una de agua y otra de ganchos y escalas. En un mes, la joven institución podía mostrar
con orgullo sus primeras siete hijas.
Después de tanto dolor, la ciudad
podía dormir tranquila, porque eran sus propios hijos los que iban a velar por
sus hogares.
Un 8 de diciembre de 1863, la
capital del país perdía a dos mil de sus almas. Siete años más tarde, el 8 de
diciembre de 1870, el joven Cuerpo de Bomberos de Santiago entregaba su primera
víctima, su primer mártir, a la misión asumida voluntariamente. En el incendio
del Teatro Municipal entregaba su vida el joven italiano Germán Tenderini,
cuando intentaba controlar el paso de las cañerías de gas, en medio de las
llamas que consumían al teatro.
Todo eso ocurría un día 8 de
diciembre, una fecha que no debemos olvidar, porque, tal como lo decíamos al
inicio, las alegrías y las tragedias de un pueblo se van cubriendo de olvido, y
la única forma de mantenerlas vivas es recordándolas cada cierto tiempo.
Usted tiene razón, no se debe olvidar
ResponderEliminarUsted tiene razón, no se debe olvidar
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