sábado, 8 de diciembre de 2012

El Incendio del Templo de la Compañía.



Las alegrías y las tragedia de un pueblo se van cubriendo de olvido, y la única forma de mantenerlas vivas es recordándolas cada cierto tiempo. En medio de la locura ciudadana, que significa movilizarse por una ciudad cada vez más grande y congestionada, donde el ruido es tan habitual que ni siquiera nos damos cuenta, de pronto surge la necesidad de detenernos un instante, mirar los viejos muros de catedrales y palacios, redescubrir el sonido del agua cristalina de alguna fuente, y evocar las imágenes de un pasado que se resiste a desaparecer en el olvido.
Y para eso están estos encuentros con nuestra historia.
Y un tema que nunca debemos dejar de recordar ocurrió hace casi ciento cincuenta años en esta ciudad de Santiago. La tensión política y religiosa había ido en aumento a medida que surgían nuevos pensamientos, provenientes de las nuevas tendencias europeas.  Los antiguos liberales pasaban a ser conocidos como liberales radicalizados, o simplemente radicales. Y una sociedad aún colonial como la nuestra, donde la presencia de la iglesia era fuerte y dominante, necesariamente tenía que entrar en conflicto con las nuevas ideas revolucionarias de entonces.
Para qué hablar de esos ateos que habían traído sus locuras desde Francia, como Santiago Arcos y Francisco Bilbao. Imagínese usted, que ellos planteaban el predominio de la razón por sobre la fe, y las ya gastadas ideas de la revolución francesa, como esa fraternidad universal, esa igualdad como si todos fuéramos iguales… Y esas discusiones que llenaban las páginas de la prensa y los discursos desde los púlpitos y de las cámaras de diputados y senadores.
Ese era el ambiente en el país el año de 1863, cuando el país y el mundo entero se preparaban para celebrar el mes de María, dogma de reciente creación por la Iglesia de Roma.
El presbítero Ugarte, a cargo del viejo y mal mantenido templo de la Iglesia de la Compañía de Jesús enviaba, como lo venía haciendo desde hacía cinco años, las invitaciones para el cierre de las celebraciones.
Lo más extraño era el encabezamiento de la nota, donde se invitaba a la última celebración del mes de María. Última celebración del Mes de María, como si el mensaje hubiese sido escrito como una gran despedida, o como una feroz advertencia.
Y ese martes 8 de diciembre comenzaron a salir desde sus casas las familias completas para asistir e la gran misa de cierre en el Templo de la Compañía de Jesús.
Ese año 1863 había quedado marcado por la visita de una escuadra española a Valparaíso. Ni más ni menos que una gigantesca expedición científica había recorrido Brasil, Uruguay y Argentina, arribando al puerto de Valparaíso donde eran recibidos como los chilenos saben hacerlo con sus visitas importantes. Incluso, una impresionante recepción en el Teatro de la Victoria del puerto había congregado a toda la sociedad de aquella época.
Los gallardos oficiales españoles de los navíos de guerra habían establecido exquisitas relaciones con las bellas muchachas porteñas, y más de algún idilio imposible nacía con el lento mecer de las olas.
El comandante de la expedición, que más que científica parecía militar y de guerra, se llamaba don Luis Pinzón y descendía de aquellos navegantes que acompañaron al almirante Cristóbal Colón en el famoso descubrimiento de América, cerca de 350 años antes. Y como se sabía descendiente de famosos, miró con cierto desprecio a la concurrencia que se esforzaba, como siempre lo ha hecho, en ser lo más agradable y simpática con sus visitas. Y en su brindis dejó claramente establecida esta diferencia entre europeos y latinoamericanos.
Fue el ministro de Guerra, Manuel García, héroe de la guerra contra la Confederación perubolivina de 1839, quien le señaló al presidente José Joaquín Pérez lo extraño de esta expedición científica. Miren que venir científicos a bordo de naves de guerra, las más poderosas del mundo, sólo para estudiar la flora y fauna. Aquí había gato encerrado, insinuó el ministro. Y el tiempo le daría la razón.
Tal como lo decíamos antes, ese día martes 8 de diciembre de 1863 el Templo de la Compañía de Jesús se fue llenando lentamente de una masa de mujeres piadosas. Pero el templo ya no era como antes. El viejo edificio cargaba una historia de terremotos e incendios que habían desfigurado su rostro barroco. Y la última tragedia había ocurrido hacia poco tiempo, en 1841, cuando unos alumnos del Instituto Nacional habían amarrado una lechuza y luego de echarle parafina, le habían prendido fuego. El pobre pájaro,  aterrado, salió del patio del Instituto para meterse en la torre de la iglesia que estaba al lado, y que era la torre de la Iglesia de la Compañía. Como resultado, el templo ardió completamente. Peor aún,  la compañía de incendios que acudió al siniestro  no pudo hacer nada por el mal estado de las mangueras.
Ese 8 de diciembre der 1863 el edificio mostraba los últimos arreglos después del incendio. Solo que las puertas de salida habían quedado más estrechas,  y los amplios pasillos y naves habían sido arreglados para sostener al edificio, quitando cierta visual a las ceremonias.
Pero a medida que las personas iban entrando al edificio, sus rostros se iluminaban de emoción. El templo había sido decorado maravillosamente. Desde lo alto de la cúpula descendían guirnaldas de papel y cera primorosamente confeccionadas, uniendo las alturas con el altar y las columnas.
Los altares de los costados, que eran siete, estaban profusamente decorados con coronas de papel  encerado, y cientos de lámpara de parafina iluminaban el interior del magnífico templo.
Hasta hacía pocos días, los obreros en sus altos andamios habían estado terminando de pintar la claraboya del edificio y  las decoraciones tan destruidas por tanto terremoto y el último incendio.
Cuando eran ya las siete de la tarde de ese caluroso verano, la gente llenaba completamente las naves del templo.
Siete de la tarde del 8 de diciembre de 1863. Más de 2 mil personas se van ubicando en el interior del gran templo.  Los monaguillos han encendido las lámparas y el calor comienza a aumentar mientras las damas, hijas y sirvientas se van sentando en los choapinos que han traído desde sus casas. Por ahí se saludan las hermanas Clara y Dolores Gómez con las vecinas de la calle Dieciocho. Rafaela Garrido tiene 12 años, y pertenece a la congregación de las Hijas de María, un grupo de jovencitas que cuidan la tradición mariana. Mucho se habla de esa institución. Los pensadores más ateos acusan a las autoridades de estar influyendo en las pobre niñas, mientras las autoridades eclesiásticas defienden a ultranza el espíritu mariano.
Incluso existe un buzón de metal donde las niñas van colocando cartas dirigidas a la Virgen María.
8 de diciembre de 1863. ¿Qué pasaba en esos días en el mundo?
En Estados Unidos se encuentra en pleno desarrollo  la Guerra Civil con violentos enfrentamientos entre los ejércitos del norte y del sur. Ese  año se ha declarado en el sur el Acta de Emancipación que libera a los esclavos negros.
Ese mismo año, Francia invade México, que va a enfrentar con las armas la agresión. Los franceses bombardean Acapulco, y ponen sitio a la ciudad de Puebla. Finalmente, se apoderan de ciudad de México. Asume como emperador el príncipe austriaco Maximiliano.
Mientras, en Londres, se inauguraba el primer ferrocarril metropolitano, del que derivarán los famosos “metros” del mundo.
En Suiza, Henri Dunant funda la Cruz Roja, para ir en socorro de los soldados heridos en las guerras.
En septiembre, el gobierno de José Joaquín Pérez invita al Cuerpo de Bomberos de Valparaíso a participar de la gran parada militar de las Fiestas Patrias. Luego del desfile, las compañías porteñas realizan varios ejercicios de demostración en la Alameda de las Delicia. Detalle significativo, ya que en la capital no existe un servicio contra incendios voluntario, a pesar de los insistentes reclamos de la juventud.
8 de diciembre de3 1863 en Santiago de Chie. El templo de las Compañía de Jesús se va llenando de feligreses.
Muchas de las señoras que asistían esa tarde al templo recordaban que el año pasado, como era tradicional al terminar la misa, se celebraba una comunión general y se entregaban unas hojas impresas con la imagen de la virgen y un verso dedicado a la hermandad de las hijas de María. Era el quinto año de existencia de esa joven comunidad, y el año anterior se leía en el papel: recuerdo de la cuarta comunión de las Hijas de María.
En la hoja que se repartiría ese año 1863 venía escrito el siguiente texto. Recuerdo de la última comunión general de las hijas de María en el año 1863. Y todos esperaban con ansias el desarrollo de la misa, porque el presbítero Ugarte había anunciado que daría a conocer un gran secreto.
Faltando minutos para las siete de la tarde, y con la iglesia ya repleta de fervorosas familias, los monaguillos terminaron de encender las 7 mil luces. El fuerte calor inundaba las naves en los momentos en que el sacristán aplicó la llama a la media luna de vidrio que, llena de parafina, iluminaría la imagen de lo virgen María. Detrás del altar aún se podía oler la pintura fresca de un gigantesco lienzo al óleo que representaba a la madre de Jesús.
Fue en ese momento que surgió una alta llamarada desde la media luna, alcanzando las guirnaldas de papel y cera que se elevaban hacia la cúpula. Uno de los feligreses se sacó su chaqueta para apagar el principio de incendio, pero las chispas saltaron hacia todas partes prendiendo las coronas de papel encerado que se inflamaron por la alta temperatura ambiente. El grito de ¡Fuego! Aterró a los asistentes a la ceremonia. Y el pánico invadió los espíritus que hasta ese momento solo pensaban en disfrutar la ceremonia, y ahora de pronto solo pensaban en como escapar del infierno.
Un solo grito de terror se elevó desde el corazón del templo. Como en una tragedia planificada hasta en su último detalle, el fuego se expandió violentamente por el techo, bajando en columnas delgadas hacia las lámparas de parafina. En pocos segundos éstas estallaban dejando caer una cascada de fuego líquido sobre las aterrorizadas víctimas. Lentamente se iba formando una laguna de fuego que tragaba a las espantadas mujeres.
Sin posibilidades de salir, porque las puertas se bloquearon con los cuerpos que intentaban arrancar.
En la calle, solo dolor, impotencia, sin elementos para combatir el fuego y viendo cómo sus parientes eran devorados por las llamas frente a sus ojos.                                                                                     La más grande tragedia de la historia de Chile se desarrollaba frente a ellos.
Lo que siguió es mejor silenciarlo. Una hora duró el holocausto religioso, hasta que finalmente el gran campanario y la cúpula del templo se derrumbaron en un gemido final. Las campanas golpearon contra las piedras dando el último toque de la tragedia.
Fuera, en las calles, el silencio. Como petrificados, el presidente de la República, los ministros, los familiares, la policía y los héroes anónimos que habían luchado sin descanso intentando salvar a tantas víctimas, guardaron silencio.
Las calles se llenaron de hileras de cuerpos irreconocibles. Y al día siguiente ciento setenta y cuatro veces los carretones fueron llevando los restos hasta la gran fosa común abierta en el cementerio. Dos mil personas que fue imposible reconocer por sus parientes, fueron depositadas en medio del dolor de un pueblo que seguía sin despertar de la pesadilla que estaba viviendo.
Y vino la reacción y al grito de ¡demoler el templo! se inició el último acto de esa tragedia. Días más tarde, en la catedral de Santiago se realizaba la misa fúnebre de las dos mil doscientas víctimas. En la prensa la noticia llenaba páginas y páginas. Y en los diarios El Ferrocarril y La Voz de Chile apareció un pequeño aviso, de no más de tres centímetros por uno, en que el ciudadano José Luis Claro hacía un llamado a los jóvenes de la capital, para reunirse el día 14 de diciembre, a seis días de la tragedia, para formar una compañía de bomberos voluntarios.
La respuesta fue inmediata e impresionante. Cien, doscientos jóvenes llegaron hasta la oficina del señor Claro, solicitando incorporarse a la generosa idea. Y llegaban políticos destacados pertenecientes a todas las corrientes ideológicas, sacerdotes, mineros y empresarios, jornaleros y artesanos. Y fueron tantos, que se decidió citar a una nueva reunión para el día 20 de diciembre en los salones de la filarmónica. No una compañía sino un Cuerpo de Bomberos iba a nacer ese día.
Doce días habían pasado desde que la mayor catástrofe de nuestra historia arrebatara a más de dos mil víctimas, y ya la sociedad reaccionaba como un solo ser ante el llamado de José Luis Claro. Y se vio al ingeniero norteamericano Henry Meiggs, el mismo que recién inauguraba la construcción del ferrocarril entre Valparaíso y Santiago; más allá al padre del radicalismo, Guillermo  Matta, y sus hermanos, y sus correligionarios Ángel Custodio Gallo y muchos más, todos levantando la mano para solicitar un lugar en la nueva falange de voluntarios. Y estaban los comerciantes, los mineros, los dueños de empresas  y funcionarios de la compañía anglo-chilena de gas de Santiago, y la colonia francesa, y todos aportando dinero y voluntad para fundar el Cuerpo de Bomberos de Santiago.
Cuántos de ellos no habían perdido a parte de su familia. Si hasta el mismo intendente de la capital, Francisco Bascuñán Guerrero, había visto desaparecer a su hermana y sus sobrinas.
Fue un momento maravilloso donde el drama vivido abría espacio a la esperanza, a la verdadera solidaridad.
La prensa es el mejor espejo de una sociedad. Y junto a las interminables listas de víctimas identificadas, aparecían pequeños avisos que ofrecían ataúdes a menor precio, o se describía a una niñita rubia que buscaba a su familia, o el aviso anunciando casas que habían quedado absolutamente vacías después de la tragedia.                                                                                                        Del dolor a la esperanza.
Benjamín Vicuña Mackenna, ese monstruo creador de textos, recogía toda la información a la que podía acceder en esos días. Copiaba los artículos de la prensa, asistía a las reuniones de todas las comisiones que se formaron en esos días. Comisiones para recolectar fondos para socorrer a las víctimas, comisiones que recorrían los barrios solicitando ayuda. Vicuña Mackenna escribía día y noche. Y de su pluma febril nacía un nuevo libro, el Incendio del Templo de la Compañía de Jesús, que se publicaba impreso el día 28 de diciembre de 1863. En veinte días había escrito e impreso un libro con la más completa información del drama vivido por la ciudad.                                                                                                                                        ¡Veinte días!
Por algo, el poeta nicaragüense Rubén Darío dijo de él, que era el único genio que había producido América.
Ese día 20 de diciembre de 1863 se organizaban los ciudadanos en cuatro compañías de bomberos, tres de agua y una de guardias de propiedad. Y días después se sumaban los ingleses de la Compañía de Gas, encabezados por Adolfo Eastman, y formaban la primera compañía de ganchos, hachas y escalas, y diez días más tarde la colonia francesa sumaba dos nuevas compañías una de agua y otra de ganchos y escalas.  En un mes, la joven institución podía mostrar con orgullo sus primeras siete hijas.
Después de tanto dolor, la ciudad podía dormir tranquila, porque eran sus propios hijos los que iban a velar por sus hogares.
Un 8 de diciembre de 1863, la capital del país perdía a dos mil de sus almas. Siete años más tarde, el 8 de diciembre de 1870, el joven Cuerpo de Bomberos de Santiago entregaba su primera víctima, su primer mártir, a la misión asumida voluntariamente. En el incendio del Teatro Municipal entregaba su vida el joven italiano Germán Tenderini, cuando intentaba controlar el paso de las cañerías de gas, en medio de las llamas que consumían al teatro.
Todo eso ocurría un día 8 de diciembre, una fecha que no debemos olvidar, porque, tal como lo decíamos al inicio, las alegrías y las tragedias de un pueblo se van cubriendo de olvido, y la única forma de mantenerlas vivas es recordándolas cada cierto tiempo.

Gobernadores de Chile y otros


Gobernadores de Chile.

¿Se ha preguntado usted cuántos gobernantes hemos tenido en Chile desde que don Pedro de Valdivia se instalara en el valle de Mapocho hasta nuestros días?
¿100?, ¿200?, ¿300?.... No es fácil, así es que le vamos a dar una mano.
En 160 oportunidades hemos tenido a un gobernante de la capitanía general y más tarde República de Chile. 160 gobernantes ha tenido Chile a lo largo de su historia.  Ahora bien, algunos son famosos y otros absolutamente desconocidos. Entre los primeros, Pedro de Valdivia, Rodrigo de Quiroga, Francisco de Villagra y García Hurtado de Mendoza. Absolutamente reconocidos por ser los personajes de la conquista española. Y con Hurtado de Mendoza se iniciaba la colonia.
Fácil. Y sabemos que el último gobernador español colonial fue don Francisco Antonio García Carrasco en 1810, cuando le entregó el mando a don Mateo de Toro y Zambrano, quien, de gobernador colonial pasó a ser presidente de la primera junta de gobierno ese mismo año 1810.
Pero hay algunos que ni siquiera imaginamos que algún día fueron gobernadores de nuestro país.
Y para entretener esta conversación, vamos a recordar a algunos de esos personajes que pasaron, sin pena ni gloria, por el palacio de los gobernadores de Chile.

Don Diego González Montero y Justiniano.

Les voy a contar la breve historia del aun más breve gobierno de don Diego González Montero y Justiniano, que alcanzó el más alto título en dos oportunidades pero solo en forma interina. El bueno de don Diego González Montero y Justiniano había nacido en Chile en 1588, y su madre se llamaba Ginebra Justiniano, pero no tenemos antecedente alguno que el nombre de mamá, Ginebra,  haya influido en los gustos del muchacho.
Cuando don Alonso de Ribera, uno de los gobernadores militares más famosos de la colonia, se hizo cargo del mando, nombró a nuestro don Diego González Montero y Justiniano ni más ni menos que alguacil mayor el día 17 de febrero de 1605.
Por fin un título para mostrar a la familia.
Ahora, no sabemos si le mostró su título a su primera señora o a la segunda, ya que el sufrido  don Diego González Montero y Justiniano casó en primeras nupcias con doña María Clara de Loaiza, y en segundas nupcias con doña Ana del Águila Sarmiento, que no lo sabemos, pero que con esos apellidos debe haber controlado al bueno de don Diego y que debió morir anciana por su segundo apellido.
Un año más tarde el nuevo gobernador lo nombraba capitán de caballería, y más tarde, capitán de infantería hasta llegar a maestre de campo en 1625. Hasta aquí, todo bien. Incluso fue nombrado gobernador interino en caso de muerte del gobernador titular. Y cuando en 1662 falleció el gobernador Pedro Porter y Casanate, todos miraron a don Diego González Montero y Justiniano y fue nombrado gobernador interino.
Pero la alegría le duró apenas desde febrero a mayo de 1662, cuando llegó el nuevo gobernador don Ángel Peredo.
Pero, como todo buen afán tiene siempre recompensa, ocho años más tarde fallecía el gobernador de esos días, don Diego Ávila Coello Pacheco, marqués de Navamorquende, y nuestro buen Diego González Montero y Justiniano asumió como gobernador interino, mientras llegaba el nuevo gobernador en propiedad.
Pero nuestro sufrido personaje estaba enfermo, entregando el mando militar a su hijo. Pero alcanzó a estar como gobernador interino desde febrero hasta octubre, cuando llegó el propietario don Juan Henríquez de las Casas.
Pero hay un dato que podemos destacar en la oscura existencia de nuestro personaje: fue el primer chileno que fue presidente de la Real Audiencia, gobernador y capitán general en una época en que todos eran españoles.
Y merece todo nuestro respeto.
El eterno gobernador interino falleció en 1673, a la avanzada edad de 85 años.

Don Pedro de Vizcarra.

Recuerdos de nuestros gobernadores, los más desconocidos, aquellos que usted, de seguro, nunca había escuchado, como es el caso de don Pedro de Vizcarra. Este abogado había nacido en España, y las crónicas no han conservado no siquiera el año que nació ni el año en que murió.
Sabemos que fue abogado, que viajó a América en función de legislador para administrar las riquezas que se sacaban sin descanso a los pobre indígenas, y que anduvo por Nicaragua, donde casó con la señorita María Arias Riquel, para después meterse en litigios legales y militares en Quito y en Lima, hasta que lo mandan a Chile en 1590. Esa fecha la tenemos al menos de seguro.
Llevaba solo un día cuando el gobernador Alonso de Sotomayor lo deja al mando del gobierno. Sin duda, la carrera administrativa más rápida de la historia americana.
Dos meses más tarde llegaba el nuevo gobernador, el desgraciado y desventurado Martín Óñez de Loyola, ni más ni menos que sobrino del fundador de la orden de los jesuitas.
El nuevo gobernador llegó en 1592 y ocho años más tarde moría combatiendo con los mapuches, en el terrible desastre de Curalaba.
Y nuestro abogado asumía interinamente el cargo de gobernador, arrasando los campamentos mapuches y dando un duro golpe a los alzamientos indígenas. Hasta que llegó el nuevo gobernador y dejó el cargo.
La vida de este abogado convertido en militar y gobernador se habría perdido en las penumbras del olvido si no fuera porque siendo juez le tocó procesar al tío de la Quintrala, el capitán Juan Rodulfo Lisperger.
Y nunca más supimos de él.
Mientras en nuestro territorio luchaban los conquistadores españoles con los mapuches, en el resto del mundo las cosas no andaban muy tranquilas.
Si algo caracteriza a esos años que van desde los 1500 a los 1600 son las permanentes guerras religiosas. En Francia se enfrentan católicos y hugonotes, incluyendo una noche de terror como lo fue la Noche de San Bartolomé, en la que solo en París fueron asesinados 2.000 protestantes y otros 10.000 más en provincias.
En los Países Bajos estallaba otra guerra religiosa, donde los reyes católicos intentan imponer su religión a belgas y holandeses. Los ingleses apoyan a los protestantes atacando las naves españolas que llegan desde la Indias. Son los tiempos del corsario Francis Drake.
El imperio turco está en plena expansión y solo va a ser detenido en la batalla de Lepanto, en pleno mar Mediterráneo en 1571. En esa batalla estuvo don Miguel de Cervantes y Saavedra, el autor del Quijote de la Mancha y conocido desde entonces como “el manco de Lepanto”.
Y en Chile, estábamos en plena guerra de Arauco, que va a durar más de trescientos años.
Como vemos, las historias y los personajes se van entretejiendo para  mostrarnos un tapiz más amplio y completo de una época.

1571.

Si decimos 1571, recordamos la batalla naval de Lepanto.
¿Qué otras cosas ocurrían ese año?
Varios nacimientos ilustres:
Nace el escritor español Tirso de Molina, nace el pintor Michelangelo Merisi de Caravaggio, más conocido como il Caravaggio, y el gran astrónomo Johannes Képler.
Como ve, fue un año muy destacado en nuestra historia universal.
Qué de cosas han pasado en estos doscientos años de país independientes y en estos 13 mil años de presencia humana en nuestro territorio. En el año 2013 se van a recordar los ciento cincuenta años de la fundación del cuerpo de bomberos de Santiago. Y habrá muchas actividades relacionadas con tan importante fecha. Y recordaremos los dramáticos hechos que dieron vida a los bomberos de la capital, a sus personajes más destacados.

Y a propósito, grandes personajes de nuestra historia y de nuestra cultura fueron bomberos.
Por nombrar a algunos, don Valentín Letelier, don Fermín Vivaceta, don Enrique MacIver, el presidente don Pedro Montt, el presidente don Aníbal Pinto, el ministro don Antonio Varas, el constructor de ferrocarriles don Enrique Meiggs, grandes políticos radicales como los hermanos Matta y los hermanos Gallo, y cientos  y miles más de chilenos y extranjeros que han pasado por las filas de la institución favorita de los chilenos, los cuerpos de bomberos voluntarios del país.

Recuerdos de José Zapiola

¿Se acuerda de José Zapiola? “Cantemos la gloria del himno triunfal que el pueblo chileno obtuvo en Yungay...” ¿Se acuerda de haber cantado esta canción en el colegio? No sabe cuánto me alegro, porque ahora simplemente no se canta, y nada la conoce. Una lástima.
Pero, volvamos Zapiola y sus recuerdos de treinta años. En uno de sus textos anota: “San Bruno (se refiere al temido capitán de los Talaveras durante la Reconquista), San Bruno, años de 1815 y 1816, había dado a lo que entonces podía llamarse policía de seguridad, esa forma odiosa y a veces burlona que ha pasado con horror hasta estos tiempos”. Y agrega Zapiola que al ingresar las tropas españolas a Santiago, después de la victoria de Rancagua en 1814, la ciudad estaba completamente embanderada con los colores de España.
¿De dónde salieron esas banderas?
Y eran banderas nuevas, porque antes de 1810 nadie ponía banderas en las casas. Pero nuestro previsor pueblo las tenía guardadas, por si acaso.
Y un dato que no deja de llamar la atención cuando pensamos en la mentalidad de nuestros conciudadanos.  El día de la batalla de Maipú, es decir, el 5 de abril de 1818, las tropas realistas recibieron desde Santiago y de regalo, pan caliente antes de entrar en combate, mientras que las fuerzas patriotas un poco de pan frío.
Así se escribe la Historia, esa historia chiquitita pera tan significativa.

¿Compró ya los “Recuerdo de Treinta Años” de José Zapiola?
Este brillante músico había nacido en 1802, sin conocer a su padre, Bonifacio Zapiola, que nunca se casó con su madre Carmen Cortez. Y eso lo colocó de inmediato en la segunda fila de la escala social de aquel entonces.
Cuenta el propio Zapiola que el primer día en llegar a clases fue incluido en la primera sección. En esa época había una primera sección para la gente de bien y una segunda sección para los más pobres. Y lo colocaron en la primera sección porque llegó muy bien vestido y con medias blancas. Pero muy pronto, descubierta su realidad, lo destinaban a la segunda sección, pasando así su primera vergüenza social.
Y al terminar sus estudios entró como aprendiz de un viejo joyero para iniciar así un oficio. Nunca aprendió, pero se entretenía tocando instrumentos, e imitando las trompetas de los talaveras que dominaban las calles de Santiago durante la Reconquista española, y más tarde a los músicos del ejército libertador.
Y así se inició en la música, convirtiéndose en uno de los mejores exponentes de la cultura musical chilena.

Los conquistadores.

¿Se imaginan cómo serían esos días en que un puñado de conquistadores se internaba por gigantescos desiertos, con sus petos metálicos amarrados a la montura, descubriendo con sus ojos europeos los inmensos territorios del nuevo mundo?
Acostumbrados a llevar una vida de carencias en su tierra natal, de la que arrancaban para encontrar fortuna en el nuevo continente descubierto hacía tan poco por Cristóbal Colón, de pronto un golpe de suerte los convertía en grandes señores, con cientos de aborígenes de su propiedad, pero con la mano siempre cerca de la empuñadura de su espada. Riqueza y peligro dormían siempre juntos en su sueño de conquistador.
Algunos de los acompañantes de Valdivia se internaron con él al sur, siempre al sur, recorriendo cordilleras nevadas, desiertos y selvas en un permanente avanzar. Al final de la mirada, el oro, la mágica respuesta a tantas privaciones. Y se imaginaba regresando a España, vestido de gran señor, luego de hacerse la América.

La expedición militar más grande de la historia de la conquista la encabezó el adelantado don Diego de Almagro, cuando avanzó a Chile en 1535.
Imagine lo que era encabezar una expedición con 500 soldados, 100 esclavos negros y 10 mil indios yanaconas. Más que una ejército, una invasión.
Y al frente, Almagro, que nunca aprendió a leer ni a escribir, hijo ilegítimo, sin apellido, por lo que llevaba el que describía su lugar de nacimiento: Almagro. Tuerto por una flecha que el hirió en su conquista del imperio incásico, y rumiando la rabia por los títulos que Pizarro había obtenido del propio rey de España, relegándole a un papel segundón en la Historia de la Conquista.
En 1536 descubría Chile.
Y en 1537, frustrado, sin haber encontrado el oro soñado, en la más absoluta miseria luego de haber invertido toda su riqueza en la expedición, regresaba al Perú donde poco después encontraría la muerte horrorosa en el garrote, a manos de sus enemigos, los hermanos  Pizarro.
Así de fuerte, así de brutal fue esa época donde comenzaba a gestarse la raza latinoamericana.
Pocos españoles regresaron a su patria. Convertidos de pronto en dueños, terratenientes y encomenderos, con cientos de hectáreas de su propiedad y cientos de indios a su servicio, nada de esto se podía comparar a las tierras áridas y secas de la meseta castellana de la que habían salido en búsqueda del oro.

Historias de Terremotos.

Un recuerdo del terremoto de 1906. Fue un sismo terrible que destruyó Valparaíso y parte de Santiago. Cuentan las crónica de Alfonso Calderón que el Teatro Municipal de Santiago comenzó a quebrarse en medio del movimiento terrestre, y el público salía corriendo horrorizado hacia la Alameda. Esa noche se estaba presentando la ópera Tosca, con el maestro Armani, Paoli, la Agostinelli, Amelia Pinto y Nicoletti.
Cantantes y público corrían desesperados por las calles buscando u n lugar amplio, como la Alameda, y siguieron corriendo hasta tirarse de rodillas frente a la iglesia de San Francisco, pidiendo confesión y perdón.

Tan dramático como ese terremoto lo había sido el de 1647, conocido como el terremoto del señor de Mayo, y que tuvo como protagonistas principales al obispo Gaspar de Villarroel y la famosa Quintrala, doña Catalina de los Ríos y Lisperguer.
Si anda por Santiago, vaya al templo de San Agustín, y visite al Cristo de la Agonía. Es el mismo que fue testigo del terremoto de 1647, y podrá ver cómo la corona de espinas rodea el cuello de la imagen, sin ser posible subirla y colocarla en la frente, como estaba originalmente dispuesta antes de resbalar con el terremoto.

Los terremotos son, para muchos devotos, un castigo divino, algo así como el fuego sagrado que destruyó Sodoma y Gomorra.
Hubo un terremoto en los tiempos de nuestra independencia al que la aterrada población acusó como responsable al mismísimo director Supremo Bernardo O’Higgins.
Fue la noche del 19 de noviembre de 1822.
Solo digamos que esa noche fue de terror, con el mar que atacó en varias oportunidades al destruido puerto de Valparaíso, que el propio O’Higgins debió ser sacado del palacio de gobierno que se caía a pedazos, y que el cielo había sido cruzado por una luz aterradora.
El responsable fue, para los fanáticos, un castigo porque O’Higgins había creado el cementerio general, entre otras impiedades.
Cosas curiosas y recordables de nuestra Historia.