viernes, 25 de noviembre de 2011

A 151 años del Reino de la Araucanía.

Chile central se independizó de la corona española en 1818, terminando así la monarquía en nuestro país. Solo en 1826 se incorporaba la isla de Chiloé a la geografía política de la República. Sin embargo, aún existe un rey, en Francia, que reclama parte de nuestro territorio como herencia centenaria. Y esta es su historia.

A mediados del siglo diecinueve, nuestro país aún no había consolidado el total de su territorio. Y lo que había sido la gran zona de Arauco seguía sin ser integrada al país.
Orelie Antoine de Tounnens

Fue en 1858 cuando llegó un aventurero francés, con el propósito de crear una monarquía en nuestro país. Se llamaba Orélie Antoine de Tounnens y había nacido en el pueblo de La Chaise, en el distrito de Perigueux, Francia. Amante de la geografía, había leído cuanto libro sobre América llegaba a sus mano, como los viajes de La Pérouse, D’Umont d’Urville, Orbigny y otros. En su cerebro dio vida al más descabellado de los proyectos: crear una Monarquía Constitucional para América. Y el primer lugar elegido fue Chile.

Luego de desembarcar en Coquimbo, viajó a Valparaíso, a Santiago y de ahí a Valdivia. Uniéndose a dos comerciantes franceses,  Lachaise y Desfontaines, a quienes nombró como sus ministros, el ahora autoproclamado Rey de la Araucanía y la Patagonia, se internó en la Araucanía.
Su sueño incluía los grandes territorios desde el río Bío-Bío por el norte, el océano  Pacífico por el oeste, el océano Atlántico por el este y el estrecho de Magallanes por el sur.

El cacique Quilapan, aliado del Rey.
Ya en Arauco se le une el lonco Quilapán, quien de inmediato ve la posibilidad de enfrentar a los chilenos, y se alza como toqui de centenares de mapuches.

Finalmente, el 17 de noviembre de 1860, Orélie Antoine Premier, Rey de la Araucanía y la Patagonia, proclamaba  la Monarquía Constitucional para sus vastos territorios.

Investido de tan alto rango, viajó a Santiago a exigir el reconocimiento del nuevo reino a las autoridades chilenas. Podemos imaginar la cara de sorpresa del entonces presidente de la República, don Manuel Montt quien, por supuesto, rechazó tan descabellada solicitud.

Reino de la Araucanía y  la Patagonia
La aventura comenzaba a transformarse en tragedia. En 1861 asumía el nuevo presidente de Chile, José Joaquín Pérez, quien ordenaba la persecución y arresto de este personaje, por conmoción al orden público. El coronel Cornelio Saavedra salía en su busca.
Luego de seguirlo por selvas y llanos, un criado lo entregó a las tropas chilenas. El rey de la Araucanía fue detenido, conducido a Los Ángeles, procesado y encerrado en el manicomio.

Orelie Antoine Ier.
Pero la Historia no había terminado. El cónsul de Francia lograba su liberación enviándolo de regreso a Francia. Pero Orélie Antoine Premier estaba obsesionado. Intenta regresar con apoyo financiero en dos oportunidades, pero Chile estaba en pleno proceso de consolidación de su territorio, y el ansioso rey no pudo ingresar a su vasto reino.

El monarca sin territorios finalmente falleció el 17 de septiembre de 1878, sin dejar herederos. Pero fue entonces cuando esta historia inició un nuevo capítulo.

Un amigo de Orélie Antoine Premier, Gustav-Aquille Laviard, se proclamó sucesor y pidió, ni más ni menos, que el apoyo militar y financiero del gobierno norteamericano. Al ser rechazada su solicitud, se autodefinió como Rey en el Exilio, con sede en la ciudad de París. Siete monarcas han ostentado el título de Rey de la Araucanía y la Patagonia en su imaginario reino que hasta hoy existe en un barrio de París.

Tumbas de Orelie y Aquiles
La sucesión de los reyes de la Araucanía y la Patagonia aún reclama sus derechos.
Es más. El reino en el exilio emite monedas, estampillas y títulos de nobleza, tiene himno, bandera propia y escudo.

Por si a usted le interesa, el actual monarca de la Araucanía y la Patagonia es Philippe Paul Alexandre Henry Boiry, quien gobierna bajo el título de Príncipe Felipe.

Nuestro país  tiene historias desconocidas y apasionantes, como esta que hemos recordado sobre un rey de la Araucanía y la Patagonia.




jueves, 24 de noviembre de 2011

Una matanza en el desierto. Febrero de 1819.

Bernardo Monteagudo, en un retrato idealizado.

Al romper el silencio los últimos disparos en los llanos de Maipú, los derrotados entregaron sus espadas a los vencedores. Eran miles los prisioneros, siendo enviados de inmediato a las cárceles de Santiago, Valparaíso, Coquimbo y Casablanca, entre otros. Los oficiales de mayor rango fueron retenidos en la capital y pocos días después eran enviados a una aldea en medio del desierto argentino: San Luis de la Punta. No podían imaginar que les esperaba el gobernador Vicente Dupuy, “uno de esos seres que la Providencia parece echar de cuando en cuando sobre el mundo para perpetuar la memoria de Caín”, como lo define Vicuña Mackenna (1). Una personalidad con las condiciones necesarias para ser un verdugo implacable. En sus manos habían encontrado la muerte los hermanos Juan José y Luis Carrera, pocos días antes, en Mendoza.
En sus precisas instrucciones, San Martín ordenaba que los oficiales detenidos fueran tratados “con las consideraciones  que exija su buena conducta y educación”. 

Y llegaron los desterrados a esa verdadera isla en pleno desierto. Una plaza, un cuartel, una casucha de adobes como gobernación y casas de chozas pajizas. Sin armas, los destacados oficiales que habían combatido en Talcahuano, Cancha Rayada y Maipú, podían reunirse en las tardes, visitar a los vecinos e incluso reunirse con el gobernador a cenar. Entre ellos, Ordóñez, Primo de Rivera, Morla y  Morgado. En el lugar les esperaba el relegado último gobernador, Marcó del Pont y el mayor González de Bernedo. Y las penas dieron paso a una mayor tranquilidad. Pero meses después llegaba otro de los siniestros actores de las tragedias americanas: Bernardo Monteagudo, cómplice de Dupuy en el cadalso de Mendoza y que llegaba a San Luis expulsado de Chile por intrigante.

Retrato de Monteagudo considerado
original y hoy desaparecido.
La suerte de los confinados cambiaría de inmediato. “El tigre y la hiena se habían juntado en aquella jaula del desierto” (2) y de inmediato se prohíben las reuniones y las salidas  de las tardes a los prisioneros españoles. La razón, los celos que los jóvenes oficiales realistas generaban en su retorcida mente, especialmente en las señoritas Pringles, descritas como hermosas y finas. Poniéndose de acuerdo con Dupuy, el oscuro Monteagudo decidió vengarse. En un humillante decreto, se había prohibido la salida  nocturna de los prisioneros. La reacción fue instantánea. El capitán Gregorio Carretero asumió la dirección de la conjuración mediante un golpe sorpresivo. 

Su plan consistió en apoderarse de Dupuy y Monteagudo sin derramar sangre, liberar a los montoneros encerrados en la cárcel de San Luis, y con las pocas armas de la guardia, alejarse del pueblo-presidio. Para ello contaría con los más de cuarenta oficiales realistas detenidos.
Carretero comunicó su plan a Ordóñez, Primo de Rivera y otros comandantes, fijando la acción para el lunes 8 de febrero de 1819. En las primeras horas de la mañana se reunió el grupo en el jardín de la casa donde habitaba “para proceder a la matanza de los insectos y sabandijas que en ella había” (3). Divididos en cuatro grupos, uno asaltaría la cárcel;  otro apresaría a Monteagudo; otro se apoderaría del cuartel y el último quitaría el mando al gobernador Dupuy.

El último grupo fue el primer en lograr su objetivo, apresando a Dupuy. Pero los otros grupos fracasaron en su intento. Dada la alarma, de inmediato salieron a la calle los soldados de la guarnición, los montoneros liberados y el pueblo que no entendía qué estaba pasando. Los conjurados fueron cayendo una tras otro, cubiertos de mortales heridas.
Tan pronto se controló la situación, Monteagudo procedió a levantar el sumario, y en cuatro días lograba cerrar un voluminoso expediente con las confesiones de los derrotados. 

Grabado del coronel Vicente Dupuy
El 15 de febrero amanecían veinticinco bancas dispuestas en hilera en la plaza de San Luis. Y a las 11, las descargas de fusilería cegaban la vida de los oficiales. Una vez más, Monteagudo y Dupuy se unían en un acto de horror. Los soldados que habían combatido durante años en los campos de batalla en Chile morían en una sola mañana en manos de uno de los verdugos más crueles de nuestra independencia. Marcó del Pont, que no había tenido participación alguna en el motín, fue enviado a Luján donde moría poco después.

La noticia de la masacre recorrió la América en guerra. Poco tiempo después, Monteagudo partía en la expedición Libertadora del Perú como ministro de San Martín. En Quito se jactaba de haber reducido a quinientos los diez mil españoles de la ciudad. Al producirse el autoexilio de San Martín, Monteagudo  pierde a su protector y es expulsado del Perú, siendo desterrado a Panamá bajo pena de muerte en caso de regresar.

Y regresó, poniéndose a las órdenes de Bolívar. Pero la noche del 28 de enero de 1825, un cuchillo atravesó su corazón. Tenía 35 años.

(1, 2, 3) La Guerra a Muerte, Benjamín Vicuña Mackenna.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Un testigo de La Tragedia de Amunátegui y Huérfanos. 1962.

El 15 de noviembre se recordaron los 49 años de una tragedia que enlutó a los bomberos de Santiago. Como una manera de recordar esos dramáticos momentos solicité a mi hermano Alberto que escribiera un relato de los que ocurrió esa noche. Y estas son sus palabras.

HACE 49 AÑOS CAE UN MURO EN UN INCENDIO DE CALLE AMUNATEGUI
La semana del 12 de noviembre de 1962, se inicio con una gran novedad en el viejo cuartel de la Tercera Compañía en calle Santo Domingo. Entraban en servicio los nuevos cascos de seguridad MSA de procedencia americana que el Cuerpo había adquirido en Estados Unidos.

Fueron entregados de cargo a los integrantes de la Guardia Nocturna y el resto pasó a formar parte de la dotación de la máquina. Era un importante avance tecnológico considerando que hasta esa época, el mismo casco de parada era usado igualmente en los actos de servicio, siendo de frágil construcción. Solo 72 horas más tarde tendríamos la mejor demostración de ello.

El día Miércoles 14 en la noche la compañía tuvo ejercicio en el Parque Balmaceda y estrenó sus nuevos cascos. Fueron obviamente el comentario obligado de los asistentes al acto por sus resistentes características técnicas.

La Guardia, de la que yo  formaba parte, se recogió a las 0.30 como era lo habitual. Yo cursaba primer año de Derecho en la Universidad de Chile y se entraba temprano a clases. La Guardia nocturna tenía capacidad para 10 voluntarios, pero solo habíamos 8 en ese momento. Se componía de dos dormitorios: la llamada Guardia Grande con seis camas y la Chica con 4. En esta última alojaban el Jefe de Guardia Eduardo Ferri y los voluntarios Patricio Cantó, Bernardo Martínez y Carlos Arriagada.
En la otra dependencia alojaba el resto, entre ellos Jorge Capdeville, René Capdeville,  Guillermo Carrasco y el suscrito, que me desempeñaba como Ayudante de Compañía.

Cerca de las tres de la madrugada, unos fuertes golpes en el portón metálico del cuartel despertaban a la Guardia. Un taxista nos venía a avisar que había fuego en las esquinas de calle Amunátegui y Huérfanos, en un edificio en construcción.
Se dio aviso a la Central Bomba vía el teléfono directo y la guardia tripuló la bomba Ford Waterous de reemplazo, ya que nuestra Mercedes Benz OM 1957 estaba en el taller en reparaciones.
Al subir el Jefe de Guardia a la cabina de la máquina, se le cayó el casco, lo que muchos posteriormente lo interpretaron con un aviso premonitorio.

Ilustración de Alberto mostrando el momento del accidente.
En el momento en que el material salía a la calle, ya se estaban levantando las cortinas metálicas en los cuarteles vecinos de la Sexta y Cuarta Compañías, con quienes compartíamos la parte del Cuartel General que daba a calle San Domingo, las que salían igualmente al llamado de Comandancia.
La bomba bajó por calle 21 de Mayo, Catedral, doblando contra el tránsito por calle Amunátegui dado el escaso tráfico de esa hora, y en una ciudad que carecía de la masa automotriz de la actualidad.
Al  llegar a la esquina de calle Compañía, ya se veía el resplandor del fuego una cuadra al sur. Ante ello la bomba armó en el grifo de cuneta ubicado por Compañía frente al edificio que ocupaba la Escuela de Ciencias Políticas y Administrativas de la Universidad de Chile. Se bajaron los pollos y se hizo la armada de 70 hasta la puerta del incendio, por Amunátegui, donde se instaló el gemelo 70x70 y luego el manguerín y la trifulca, procediendo de inmediato a desplegar tres líneas de ataque con material de 50.

El recinto era un rectángulo, con solo una casa colindante en el lado norte. En los demás costados estaba un muro bajo que correspondía al antiguo inmueble. En el interior, materiales de construcción, fierros y varias esctructuras de madera, que eran las que ardían. Hacia el muro divisorio norte se ubicaban varios castillos de madera, de unos 4 a 5 metros de altura, a los que se había propagado el fuego.
De inmediato se dio la alarma de incendio. Con la llegada del restante material del Primer Socorro el control del fuego fue rápido, procediéndose luego a la remoción de escombros. Lo más lento fue en los castillos de madera, que había que desmontar tablón por tablón, labor que estaba a cargo de personal de las compañías Sexta y Doce. En apoyo de esta labor y para ir remojando la madera quemada, se subieron pitones a cada  uno de dichos castillo. Recuerdo que en el segundo de oriente a poniente  se ubicaron mis compañeros de guardia Patricio Cantó y René Capdeville, junto a personal de la Sexta. Los otros pitones se ubicaron entre los castillos para similar labor.

El humo primero y el vapor de agua después, sumado a la altura de los castillos adosados al muro norte, impedían ver que el inmueble vecino presentaba una peculiar característica, era ladrillo en la parte superior, pero adobe en la inferior, siendo la parte más débil y peligrosa pero que quedaba fuera de la visión de quienes allí trabajaban, apoyados por los focos instalados en el lado sur para dar luz al conjunto.
El incendio estaba a cargo del Comandante del Cuerpo Alfonso Casanova y el sector antes descrito estaba a cargo el Tercer Comandante, Fernando Cuevas. El Inspector de Edificios y Cuarteles, Eliseo Martínez, había hecho presente a la Comandancia sus aprehensiones por dicho muro y el Cuarto Comandante Jorge Salas, subió al techo de dicha casa a ver el comportamiento del mismo de esa estructura, señalando que se veía bien.

Ordenando los cascos de los caídos.
En un momento del trabajo de remoción, subí  junto al Capitán de la Compañía, René Tromben, al castillo en que estaban Patricio  Cantó y René Capdeville, e impartió sus instrucciones al persónal de cómo realizar tal actividad. Recuerdo el tema de conversación entre los voluntarios de la Sexta que estaban en la parte alta de los castillos  con los cuartinos, ubicados más hacia el oriente. Era la final del  Campeonato de Fútbol del Cuerpo, que se jugaría el próximo domingo 18 entre la Sexta y Séptima compañías. Ese  año se había realizado el Mundial de Fútbol en nuestro país y todos aún andaban fuertemente motivados por el tema. Incluso la Undécima usaba el mismo uniforme de la Selección Italiana, que había donado un juego a sus integrantes.
Incluso cierro los ojos y aun veo a los sextinos, que cansados del arduo trabajo, se habían sentado en los maderos y los botaban con los pies, para que fueran remojados por los pitones ubicados en la parte baja, todo esto en medio de risas y conversaciones.

Descendimos por una escala de la Sexta junto al Capitán y al caminar hacia el lado sur, me indicó que la manguera que alimentaba el pitón del castillo de madera, se había enredado en una de las estacas que sujetaban los fierros de la construcción. Puse una rodilla en tierra para arreglarla y evitar se dañara cuando escuché a mis espaldas los gritos de alerta. Me di vuelta y vi que el personal saltaba desde arriba de los castillos apresuradamente. Sin pensarlo, me puse de pie ya que el instinto me decía algo grave estaba sucediendo, alcancé a dar un paso adelante y sentí simultáneamente dos sensaciones: que algo me golpeaba la espalda y que todo se ponía oscuro. Perdí la conciencia.

Desperté al parecer instantes más tarde con una terrible sensación de opresión en el pecho; me era difícil respirar. Había perdido el casco y mis anteojos, mientras todo estaba envuelto en una nube de polvo en medio de un silencio impresionante, solo turbado por el ruido de los generadores eléctricos de los focos portátiles, que alumbraban amarillo a causa del polvo.
Recuerdo que traté de moverme y me fue imposible; verifiqué si mis manos y pies estaban bien, los que respondieron normalmente. Más tarde supe había quedado atrapado por el derrumbe quedando solo mi cabeza y manos fuera de los escombros. Lo que me salvó fue que la caída del muro fue como una ola y yo quedé en la cresta de la misma. Los que no alcanzaron a saltar perecieron en el lugar. Sentí que seguían pequeños deslizamientos de guijarros a mi espalda (yo quede orientado hacia el sur), y giré lo que pude la cabeza. Fue entonces que vi una gran mancha de sangre que bajaba de la parte alta del castillo en que había estado hace poco y una figura desmadejada que colgaba del mismo. Solo entonces dimensioné la magnitud de lo sucedido y ello fue coincidente con dos hechos. El primero, que el silencio era roto por quejidos y peticiones de ayuda, y segundo, que recortados contra la luz de los focos apareció la masa del personal que se había retirado ante el derrumbe y que ahora volvía a rescatar a los caídos.

Recuerdo que varios de ellos me sacaron del lugar en brazos Estaba cubierto de barro. Mi aspecto debe haber sido lamentable ya que recuerdo a dos señoras de edad que estaban afuera (el estrepito despertó al barrio), quienes se pusieron a llorar al verme y yo pensé, estamos listos.
Los seis bomberos caídos en acto de servicio.
Fui llevado a un transporte del los en uso en la época, de carrocería cubierta con un techo de lona y una banca de madera a cada lado. Me colocaron tendido en una de ellas y en la otra iba un voluntario de la primera con una pierna al parecer fracturada. Fuimos llevados a la Clínica Industrial en calle Almirante Barroso, entidad con la cual el cuerpo tenía un convenio. El problema fue que su capacidad había sido superada por la cantidad de accidentados, cercano al medio centenar. Los había en camillas, en el suelo  y repartidos a lo largo de las dependencia de la entidad  Un grupo de médicos hacia un triage rápido para determinar su condición. Tengo aún el recuerdo del que me examinó y que me dijo: “solo golpes, ¡se salvo de una grande!”

Junto al voluntario Guillermo Carrasco, compañero de guardia, fuimos ubicados en una habitación doble. Recuerdo que el dolor en la espalda me impedía estar tendido. Más tarde pasó el Superintendente don Hernán Figueroa Anguita junto al Comandante Casanova, quienes querían conocer el estado de los accidentados. De labios del Superintendente supe la magnitud de la tragedia: seis muertos, incluyendo  a Patricio Canto, y cerca de 50 heridos de diversa magnitud.

Cerca de las 9 de la mañana, y tras un chequeo médico, fuimos autorizados a abandonar la Clínica. Recuerdo haberme dado una larga ducha y el agua corría de color café por el barro. Vino personal de la compañía con ropa para poder vestirnos y regresamos al Cuartel horas después de haber salido tan alegres del mismo, con la adrenalina fluyendo,  a un incendio más. Entre quienes llegó estaba mi hermano Antonio, en la época a punto de terminar las humanidades y que incluso ese día tenía un importante examen.
Me comentó que el Capitán y otro bombero habían ido a mi casa a avisar del accidente y que estaba bien. Mi hermano había ido a su examen al colegio y pidiendo permiso para ausentarse había llegado a verme.
Removiendo escombros al día siguiente.
Supe que cuando regresaron los tres sobrevivientes de la Guardia Chica, Ferri, Martínez y Arriagada y vieron la cama vacía de Patricio Cantó, asumieron la magnitud de lo ocurrido, que se habían abrazado y llorado como hombres la pérdida del amigo y camarada de ideal.
Luego las ceremonias, el largo funeral, las carrozas, flores y discursos con que los bomberos honran a su caídos. Y como siempre también, el gradual olvido, salvo para unos pocos.

La familia de Patricio Canto mantuvo su vinculación con la Compañía, su padre, don José  se hizo voluntario para reemplazar a su hijo en sus filas y hasta su muerte, su madre la señora Hilda mantuvo un especial afecto con quienes fuimos amigos y compañeros de Guardia de Pato. De la familia solo queda su hermana Cristina, que casó años después con un tercerino.
Al terminar estos recuerdos, pienso que ya han trascurrido 49 años y el próximo será medio de siglo de su partida. Por ello los que fuimos sus amigos no podemos ni olvidarlo, como tampoco  a quienes esa noche emprendieron igualmente su viaje final. A Delsahut de la Cuarta, a Cáceres y Cumming, todos ellos vecinos nuestros; a Georgi y Duato de la Doce. Una sencilla placa de mármol colocada en el edificio que hoy se alza en dicho lugar, recuerda su sacrificio, en medio de la indiferencia del ciudadano común que por allí pasa. Pero para sus compañeros es un símbolo que representa el costo más alto que se puede pagar por servir, de un compromiso voluntariamente impuesto. Descansen en paz.

Alberto Márquez Allison                                                                                                                         

jueves, 17 de noviembre de 2011

El último Comisario del Santo Oficio en Chile.

Revisando el monumental Diccionario Biográfico de la Colonia de José Toribio Medina (1006 páginas), encontramos a un personaje de destacada actuación religiosa a los finales de la dominación española.

Don José Antonio Errázuriz y Madariaga, que así se llamaba tan ilustre prelado, había nacido un 14 de septiembre de 1747 en el hogar de una familia de buenos recursos que integraban don Francisco Javier Errázuriz y doña Loreto Madariaga, y su hermano, don Francisco Javier Errázuriz y Madariaga. Y como correspondía a los hijos de las importantes familias de aquel entonces, ambos estudiaron en la Universidad de San Felipe. Nuestro personaje se graduó de doctor en leyes en 1768, y poco después de asumir como abogado ingresa al seminario para ordenarse de sacerdote.
El símbolo de la Inquisición

No vamos a relatar su apacible como destacada personalidad. Solo diremos que fue capellán de las Carmelitas Descalzas, Defensor de las Obras Pías y asesor del Cabildo de Santiago, entre otras actividades, viajando a Mendoza a la fundación del convento de las monjas de la Enseñanza, para más tarde ser párroco de San Lázaro y en 1786, asumir como Rector de la Universidad.

El Bienamado Fernando VII
Pero al generarse el movimiento independentista, al parecer los nuevos aires no asentaron bien a su eminencia, ya que en 1811 renuncia al puesto de Vicario Capitular, que sí retoma en 1814, después del desastre patriota en Rancagua. Y entre los papeles que hablan de su vida, aparece precisamente que fue el último Inquisidor en Chile.

Recordemos que, conquistada la victoria por los realistas en Rancagua, muy pronto entraría en funcionamiento el siniestro Tribunal del Santo Oficio, hecho desaparecer por nuestros primeros independentistas.
Don Judas Tadeo de los Reyes
Por decreto de 21 de julio de 1814, su católica majestad Fernando VII ordenaba el restablecimiento de la institución inquisitorial en todos los territorios españoles y sus colonias. Y correspondió al general Mariano Osorio,el héroe realista de Rancagua,  poner en práctica la real orden, encargando a don Judas Tadeo de los Reyes “poner al Tribunal en posesión de la renta de que había sido privado”
Y entre los dignatarios que asumieron la puesta en funciones del Santo Oficio, estuvo nuestro José Antonio Errázuriz y Madariaga. 

Consta que estaba vivo en 1816, según lo deja por escrito don José Toribio Medina. Pero después de esa fecha, desaparece nuestro personaje de las páginas de la Historia.

Sic Transit Gloria Mundi.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Una hazaña desconocida.

 Todos recordamos el impresionante cruce de los Andes por el Ejército Libertador, comandado por el general San Martín, y la posterior victoria en Chacabuco, en los contrafuertes cordilleranos. Fue un triunfo absoluto, obligando al gobierno realista encabezado por Marcó del Pont a abandonar el poder.
San Martín saliendo del campamento de Mendoza.
La capital caía en manos de los patriotas y un año más tarde, en los llanos de Maipú se consolidaba la independencia.

La hazaña portentosa de cruzar la cordillera, dar batalla y alcanzar la victoria es uno de los hechos más impresionantes de la Historia Militar universal. Pero vamos a recordar otra acción, extraordinaria por sus características, ocurrida esa misma noche de Chacabuco.

San Martín en el cruce de la cordillera
Había que informar del triunfo de las armas patriotas al gobierno de Buenos Aires, y San Martín llamó esa misma tarde a su despacho a un joven oficial argentino, que se reponía del agotamiento de la jornada. El Sargento Mayor Manuel Escalada, del escuadrón de granaderos a caballo, se presentó ante su comandante, quien le pasó un documento recién firmado. Su misión era llevar la noticia hasta Buenos Aires.

Una travesía impresionante.

El joven Manuel Escalada había nacido en 1795, y contaba con 22 años.  Cuando San Martín organiza los granaderos a caballo, Manuel y su hermano Mariano se integran a la unidad. Están en los combates de San Lorenzo (1813) y Montevideo (1814) y otras acciones, hasta que se unen al Ejército Libertador (1816) en el campamento de Plumerillo.   Su hermana Remedios Escalada era la esposa de San Martín. En la batalla de Chacabuco (12 de febrero de 1817) forma parte del ataque de caballería que decide la victoria, siendo elegido por San Martín para llevar la noticia a Buenos Aires.
Batalla de Chacabuco, 12 de febrero de 1817


Portando una de las banderas realistas capturadas en la batalla, Manuel Escalada remonta esa noche la alta cordillera, cruzando las montañas hasta alcanzar Mendoza y sin dar descanso a su caballo sigue su camino a todo galope, llegando a la capital argentina luego de viajar un total de 14 días. Una hazaña de resistencia física que lo convierte en esos días en un verdadero héroe popular. Agotado y dejando la cabalgadura al cuidado de los guardias, entrega el parte de la batalla al director Pueyrredón. En él se leía: “En 24 días hemos cruzado las más altas cordilleras del globo y hemos batido al enemigo. San Martín”.

La hazaña de cruzar la cordillera y la pampa a revienta cinchas, lo convertía en una leyenda, y merecía un prolongado descanso, pero Escalada poco después volvía a Chile, integrándose a las unidades que tardíamente se dirigen al sur para terminar con la resistencia realista, participando en el sitio de Talcahuano a fines del año 1817 (Ver artículo sobre el sitio de Talcahuano en este mismo blog). 
Al enterarse del desembarco de una nueva expedición realista comandada por el general Osorio, el mando chileno ordena la retirada del fracasado sitio para dirigirse urgentemente hacia la capital amenazada. EL 19 de marzo de 1818 en la noche, el ejército en campaña es sorprendido en Cancha Rayada por los españoles, siendo derrotado, con la excepción de la columna dirigida por Las Heras, que logra mantenerse casi intacta y que será la base para la nueva y final batalla de Maipú, el 5 de abril de 1818.

Se repite la hazaña.

San Martín llama en el mismo campo de batalla al teniente coronel Manuel Escalada y le ordena repetir su odisea. Y de inmediato el férreo espíritu del oficial lo impúlsa a tomar su cabalgadura y cruzar una vez más la cordillera con el parte de San Martín. Y si después de Chacabuco había tardado 14 días, ahora bajaba su increíble marca, llegando a la capital argentina ¡en tan solo 12 días!

De regreso a Chile, asume el mando de los Granaderos a Caballo y parte a las campañas que conocemos como la Guerra a Muerte. Un año más tarde presentaba su renuncia al ejército.

Luego de participar en distintas campañas pasaba finalmente a retiro, falleciendo a los 76 años, en 1871. Su nombre ha quedado entre las grandes hazañas realizadas por un solo hombre.

jueves, 10 de noviembre de 2011

El frustrado sitio de Talcahuano (1817)

Benjamín Vicuña Mackenna es categórico al señalar en la introducción de su documentado libro La Guerra a Muerte: “Después de la batalla de Maipo, los chilenos cometieron el mismo error que habían padecido después de Chacabuco”… “Fruto de esta inconcebible negligencia, fue en 1817 la inesperada resistencia de Ordóñez en Talcahuano, que abrió la puerta al desastre de Cancha Rayada…”

Tal como lo manifiesta el escritor de nuestras glorias, tras la victoria de Chacabuco la indecisión de San Martín permitió el embarque de los realistas derrotados, mientras en Concepción se atrincheraba uno de los más decididos comandantes españoles, el coronel José Ordóñez. Solo la actividad desarrollada por Ramón Freire, con apenas cien hombres, pudo detener la huida de cientos de soldados realistas que descendían desde la capital hacia el sur. Pero debía enfrentar a sus propios hombres, entre los que se integraban conocidos montoneros, asaltantes y guerrilleros, como el propio y famoso Miguel Neira, recién ascendido a coronel y quien fue fusilado por sus compatriotas por asalto y violaciones.

San Martín solo atinó a enviar al coronel Juan Gregorio Las Heras con una escasa división, que salió de Santiago el 19 de febrero llegando hasta el río Maule solo el 23 de marzo. Un tiempo precioso que aprovechó el tozudo Ordóñez en fortificar Talcahuano. Era un punto estratégico que permitiría el desembarco de fuerzas de apoyo, por lo que continuó el foso iniciado por Atero en la bahía de San Vicente, prolongándolo hasta la isla de Rocuant. Cortaba así el paso a la península de Tumbes, levantando sólidas defensas y preparándose para un lógico sitio que deberían efectuar los patriotas. Doce días después del desastre de las armas realistas en Chacabuco, Ordóñez recibía la información, ordenando de inmediato el repliegue de todas las unidades dispersas en el sur, concentrándolas en Concepción y Talcahuano.

Freire avanzó persiguiendo a los realistas en retirada. Pueblo tras pueblo fueron cayendo en sus manos, desde Linares hasta Chillán. Solo el 2 de abril llegaba la división de Las Heras, reuniéndose ambas fuerzas en el río Diguillín. En la madrugada del día 5 eran atacados por una división española al mando del comandante Campillo. Fue una lucha desesperada, pero los patriotas lograban la victoria, avanzando hacia Concepción, alcanzando el cerro Gavilán al atardecer del mismo día, punto estratégico que dominaba los caminos que conducían hacia Talcahuano. Dueño de la situación, Las Heras tuvo el noble gesto de indultar a los vecinos que hubiesen apoyado al Rey.

Ordóñez, por su parte, mantenía confinados en la isla de la Quiriquina a doscientos patriotas. Necesitaba todas las tropas, por lo que sacó las guardias que cuidaban a los detenidos desplazándolos a Talcahuano. Por carta, avisó a Las Heras de la condición de los prisioneros. Éstos no esperaron más, y en medio de la más absoluta desesperación, armaron con palos y tablas un simulacro de balsas y se arrojaron al mar. Muchos perecieron y otros alcanzaron hasta la desembocadura del Itata o a las playas de Tomé, que fueron rescatados por las tropas enviadas por los patriotas. Entre los que se salvaron estaba un joven de 17 años, el futuro general y Presidente, Manuel Bulnes.

El comandante José Ordóñez
San Martín había viajado a Buenos Aires, por lo que Las Heras envía una nota a O’Higgins pidiéndole refuerzos, ordenándose el avance de una divisón al mando del propio general chileno. Las Heras estaba consciente que el sitio de Talcahuano sería una tarea titánica, especialmente si llegaban los refuerzos que esperaba Ordóñez. Y para mayor fortuna del comandante español, recalaban en el puerto las fragatas Venganza y Sebastiana, las que de inmediato se convirtieron en punto de apoyo artillado y vía de comunicaciones y abastecimiento  para los realistas.

Un nuevo hecho fortalecería las posiciones de Ordóñez. Las naves que habían rescatado de Valparaíso a los restos militares derrotados en  Chacabuco, llegaban al Callao. El virrey Pezuela los acuarteló, entregándoles vestuario y armamento y al mando del coronel Morgado los despachó de inmediato hacia Talcahuano, alcanzando la bahía defendida el 1° de mayo.

Ordóñez calculó que en esos momentos tenía más soldados que Las Heras, unos 1.600 contra 1.200, y que en cualquier momento podía llegar la división que comandaba O’Higgins. Tenía que actuar antes que las fuerzas se reunieran. Al caer las sombras el día 5 de mayo,  las tropas del Director Supremo entraban a Concepción, despachándose sin dar descanso a dos compañías de fusileros en dirección al campamento de Las Heras.
Pero a las 3 de la madrugada del mismo día, tres cañonazos anunciaban el ataque realista contra las defensas del cerro Gavilán. Ordóñez realizaba un estratégico asalto, dividiendo sus fuerzas en columnas que atacaban desde distintos puntos a las defensas patriotas. El combate fue intenso en cada flanco con ataques de todas armas que chocaron a los pies de los cerrillos del Gavilán, del cerro de Chepe y otros puntos. A las diez de la mañana concluía el combate, en momentos en que llegaban al trote las dos compañías de fusileros enviadas por O’Higgins.

Ordóñez se retiraba del campo de batalla con grandes pérdidas en vidas y armamento. Esa misma tarde, la división de O’Higgins se reunía a Las Heras en el campamento victorioso. Pero el aspecto de las tropas era lamentable: desnudos, sin armas ni caballos, hambrientos y sin auxilios médicos para los heridos. De inmediato ordenó el envío desde Santiago de armas, caballos y uniformes. Pero frente a sus ojos se alzaba la ya poderosa línea de defensas de Talcahuano. Un kilómetro y medio de fosos, construcciones y baterías amenazaban al agotado ejército del sur. Una escuadra ahora integrada por cinco naves de guerra, lanchas cañoneras y embarcaciones que protegían la península.

El primer combate en Talcahuano.
Un primer intento lo organiza O’Higgins, despachando ochos lanchas transportadas sobre ruedas, las que con un centenar de soldados, deberían salir por el río Andalién y asaltar mediante abordaje la nave Sebastiana, y con ella rendir a las otras naves, pero el regreso de las naves de guerras Venganza y Justiniano, que habían ido hacia Valparaíso y el barro que se había formado por las intensas lluvias, hicieron fracasar este primer plan de ataque. Un temporal de viento y lluvia impidió un segundo plan, resolviendo acuartelar a sus tropas en Concepción. De haber realizado el frustrado ataque, sus bajas habrían sido gigantescas.

Mientras las tropas chilenas se recuperaban en la capital del sur, las montoneras comenzaban su trágica historia, encabezadas por José María Zapata y José Antonio Pincheira, armadas por un resuelto Ordóñez que dominaba las vías marítimas. Con ello, distraía y agotaba las tropas de O’Higgins. Ordóñez se constituía en el mejor estratega español de su tiempo en nuestras campañas militares. Sus fuerzas sumaban ya sobre los dos mil soldados, que servirían de base a la siguiente campaña que iniciaría más tarde el general Osorio.

El general Michel Brayer
O’Higgins comprendió lo grave de la situación, y dejando fuerzas en Concepción frente a un eventual ataque de Ordóñez, ordenó la salida de diferentes columnas para batir las guerrillas realistas, en medio de las lluvias y la violencia desatada contra la población por ambos bandos. Pero a Ordóñez le llegaban nuevos refuerzos y debía actuar de una forma decidida para terminar la sangría que asfixiaba los recursos de Concepción y Santiago.

Desde la capital llegaban los oficiales napoleónicos enviado por San Martín: el teniente general Miguel Brayer, el ingeniero militar Alberto Bacler  d’Albe, y el capitán Jorge Beauchef. De inmediato se levantaron planos precisos de las fortificaciones, demostrándose lo inútil de cualquier aventura, pero la decisión de O’Higgins era tomarse Talcahuano y tan pronto llegaron los refuerzos desde Santiago, el 24 de noviembre pasó revista en los arrabales de Concepción a los 3.300 efectivos que formaban su ejército.

El 25 de noviembre se desplegaba frente a las fortificaciones realistas, ocupando como centro de mando el cerro de los Perales. Dos planes se enfrentaron en la junta de jefes militares. El de O’Higgins planteaba atacar la bahía de San Vicente, mientras en una acción distractiva se amagaba todo el frente. El plan de Brayer, resistido por el resto de los oficiales por ser extranjero, consistía en un ataque a la izquierda realista, fuerte en el cerro del Morro y llave para tomar Talcahuano, para luego converger a las otras posiciones encerrando a Ordóñez. Era un asalto de tremenda audacia o se convertiría en un dramático fracaso.                                                         


La junta de oficiales aprobó el plan de Brayer y se preparó al eje´r4cito para la acción.

El asalto del día 6 de diciembre.
A las tres de la madrugada se iniciaba el avance del ejército, dividido en dos brigadas, la primera al mando de Las Heras en dirección a las defensas del Morro. El mayor Beauchef encabezaba la columna, la que debía atravesar los fosos, romper las empalizadas, asaltar el morro, y luego converger hacia el centro de las defensas, para bajar el puente levadizo y permitir el ingreso de  la caballería al mando de Freire. A su vez, los artilleros de Borgoño debían pasar el puente y alcanzar las baterías realistas para redirigir sus tiros hacia las defensas españolas y las naves de guerra. Bacler d’Albe y sus improvisados zapadores debía ensanchar el acceso tan pronto Beauchef lograra su objetivo.

Beachef al mando de cuatro compañías de cazadores inició el silencioso ataque, pero al alcanzar el foso fueron descubiertos y los 200 fusiles de Lantaño dispararon su mortal carga contra los atacantes. Beauchef se lanzó al foso de agua y seguido de algunos oficiales y cazadores trepó las defensas en medio del caos generado por los disparos desde las alturas del Morro. Con las manos botaron los palos enterrados en suelo arenoso y lograron penetrar al interior del reducto, seguidos de una desorganizada tropa.  Los sorprendidos realistas abandonaron sus posiciones bajando hacia las otras defensas, disparando a quemarropa a los asaltantes. El capitán del cazadores n° 11 Benjamín Videla, que avanzaba junto a Beauchef, cayó muerto en el foso, mientras Beauchef recibía una grave herida en el brazo derecho. Beauchef continuó ordenando el ataque. En esos momentos la brigada encabezada por Las Heras entraba en la fortaleza del Morro desbandando a los defensores. Beauchef caía finalmente en un charco, siendo rescatado por un sargento de su batallón.

El  plan elaborado por Brayer se convertía en un éxito, pero venía el segundo movimiento, pasar de las defensas del Morro hacia el punto donde se encontraba el puente levadizo y permitir el ingreso del ejército patriota. Pero se enfrentaron a una segunda línea de defensas y un foso que separaba la plaza conquistada del cerro Cabrera. Mientras, los fugitivos lograban reorganizarse. Al amanecer, Ordóñez lograba controlar la situación, defendiendo con las tropas que alcanzó a reunir el paso al puente. Sin un jefe decidido como Beauchef ,que electrizaba con su ejemplo a los asaltantes, el ataque se contuvo.

En el otro extremo de la línea de combate, los comandantes realistas José Alejandro y Juan José Campillo rechazaban el ataque la brigada comandada por Pedro Conde, mientras la caballería y los artilleros de Borgoño esperaban inútilmente que se bajara el puente levadizo, punto del mayor enfrentamiento en esos momentos. Ordóñez ordena en esos momentos que las baterías de los cerros y de las naves de guerra bombardearan la concentración patriota que ocupaba las defensas del Morro. El general O’Higgins se dirigió hacia la columna de Conde para animarla al ataque, pero tuvo que alejarse ante la intensidad del fuego de fusilería. Finalmente, a las 5 de la mañana ordenaba a Las Heras y Conde abandonar el asalto. La columna de Las Heras logró retroceder en orden por compañías, protegida por la artillería de Borgoño que había regresado a su posición original.

Cuatro horas más tarde, Ordóñez recuperaba el total de sus posiciones, mientras en el foso quedaban los cadáveres de casi doscientos soldados patriotas.
Las noticias recibidas el 8 de diciembre en Santiago anunciaban el arribo de una nueva expedición realista al mando de Osorio.

O’Higgins ordenaba abandonar el sitio de Talcahuano y regresar a Santiago.